viernes, 18 de julio de 2014

Quieto, en el escritorio. (Cuento)

“Una mañana, tras un sueño intranquilo, me di cuenta que ya no podía escribir”.

Tipié la frase de forma inconsciente. Fluyó por mis dedos, como por mi conciencia, con el tack-tack-tack de los dedos sobre el teclado, cuando mi atención se vio modificada por un misterioso suceso. Parecía que, finalmente, ese no iba a ser el día indicado para empezar a escribir un cuento. Las posibles ideas que podía llegar a tener, quedaron a un costado y el cursor de la pc titiló por última vez, esperando una orden próxima.

Estaba quieto y nadie ponía atención en él. Me di cuenta que hacia un tiempo no se escuchaba el golpeteo en el teclado, ni los clik´s frenéticos del mouse. Era raro porque lo que siempre alteraba el sepulcral silencio de la oficina, era el constante tack-tack-tack de las teclas de la pc.
Alrededor nadie había prestado mayor atención a la quietud que manifestaba. Estábamos entrenados a no sociabilizar demasiado, y a no mover la vista de nuestros monitores.
El sonido; el sonido era lo que alertó mis sentidos, y me abstrajo del frustrado comienzo de mi cuento. Era como cuando uno está acostumbrado a un determinado ruido, tan constante y corriente, que comienza a no escucharlo. Se sabe que una heladera deja de funcionar cuando no escuchamos más el motor, pero en lo cotidiano lo ignoramos absolutamente. Con algunas personas pasa lo mismo… Tal vez, el motor para mi escritura sea ese interminable tack-tack-tack de los teclados, por eso había escrito ese comienzo en sentido homenaje a Kafka.

Quieto, en el escritorio, todo indicaba el típico estado de normalidad en él. La taza de café en el lugar de siempre, el diario doblado por la mitad, a un lado, el paquete de galletitas abierto y el murmullo de la pequeña radio a pilas. Ese día no iba a ser muy distinto al anterior y posiblemente, las variaciones no serían demasiadas, si existía algún mañana. Pero algo se había detenido en el tiempo y en el espacio. Desde cualquier lugar se lo podía confundir con una fotografía. Estática. Inerte.
Miré nuevamente a ambos lados, esperado la complicidad de algún compañero, para que me de el coraje necesario de levantarme e ir a ver qué le sucedía. Nada. La respuesta a mi búsqueda fue la confirmación de la abstracción enajenada y absoluta, del individuo moderno. Las retinas se movían de un lado al otro de los monitores, en un compás arrítmico acompañado de algún que otro parpadeo. Las falanges de los dedos continuaban quebrándose sobre cada letra en un ruido sordo a la distancia. Ninguna manifestación en sus músculos, indicaba que ellos también habían alertado el singular espectáculo que llamaba mi atención y no me permitía seguir escribiendo. Necesitaba ese tack-tack-tack de su teclado.
Busqué el ir y venir de la respiración en algún pliegue de la camisa, pero todo fue en vano. Sus ojos continuaban abiertos. Como el resto, también miraba el monitor, pero su vista estaba como absorta en un punto perdido de un infinito inalcanzable. Las manos sobre el teclado, rígidas, ateridas.   

La pantalla aún se reflejaba en sus anteojos. No faltaba mucho para que la oscuridad y una insoportable pelotita de colores rebotase incansablemente develando su inactividad. Eso me daría la certeza que mis sospechas no eran infundadas. Que mi atención no se había desviado porque sí.  Que el detener mi escritura tenía algún sentido.
Pero antes, una curiosidad incontrolable hacía que necesite saber que era eso que aún se veía en el monitor. Ahí podía estar la clave y con ella la respuesta a lo que estaba pasando. Pero tal vez esa búsqueda de certezas fuese a la vez  mi final inquebrantable. Qué importaba. Con ese dato escupiría en la cara de todos los que no se habían percatado de esa quietud sobrenatural. Su cuerpo ocultaba la pantalla. No tenía mucho tiempo. Debía apurarme, pero a la vez, tener el suficiente cuidado de no delatar mis movimientos. Estábamos entrenados para no movernos de nuestros escritorios. Me levante. Sigiloso. Las rodillas se articularon con un sonoro crujido. La tensión continuaba en el ambiente. Ninguno de mis compañeros reparó en lo que yo trataba de hacer. Los mínimos sonidos pasaron inadvertidos, como los de un fantasma. Mi vista se elevó por sobre su hombro. Ya veía la pantalla o un pedazo de ella. Con un esfuerzo más, mi visión sería completa. El suelo de madera rechinó por mi peso. Los teclados a mi alrededor continuaban ejerciendo su tack-tack-tack. Incansables. Pude ver el cursor titilando. Como un componente vivo del aparato, se prendía y se apagaba esperando la orden para continuar. Sometido a su tarea, como el resto de las existencias encerradas en ese ámbito, esperaba, inmóvil, como muerto dentro del cristal líquido. Un leve quejido se  escapó con mi último esfuerzo. El ultimo suspiro. Casi en puntas de pie y sosteniendo la respiración, alcancé a leer en la pantalla:

“Una mañana, tras un sueño intranquilo, me di cuenta que ya no podía escribir”

(El cursor continúo titilando)


Por Matías Comicciolli 29/05/2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario