jueves, 17 de julio de 2014

Palomas. (Relato)

-Es esto o el suicidio- dijo desconsolado- ¿O preferís ver un cadáver?
Ella no contestó. Sabía que cada palabra que saliese de su boca lo lastimaría. No quería seguir haciéndolo. Sin siquiera mirarlo, cerró las ventanas para que el humo del exterior no contaminara el ficticio olor alimonado del desodorante de ambiente.
Él se había esforzado. Había trabajado en lugares inmundos, levantando la mierda de las grandes ciudades que aún quedaban en pie. Eso, pensaba, le daba derecho a evadirse a través de los sonidos estridentes del aparato de música. Ella odiaba eso. No le importaba. Prefería verlo tirado en el suelo, antes que en la inercia de la suspensión inconsciente.
Juntos habían pasado el último sábado, y juntos estaban pasando ese domingo. Sus vidas bulímicas y alcoholizadas, trataban de volar por sobre el laberinto de piezas de dominó armado especialmente, para derrumbarse en cualquier momento.
Tomó el control de la tele, a la vez que sujetaba el vaso de whisky. Se sentía más muerto que las palomas con radiación.
Se acercó a él tratando de producir algún milagro. El sonido era insoportable. La ponía furiosa. Nada la obligaba a estar junto a él. Conocía su vida, o parte de su vida y eso era lo que la había enamorado en una época muy lejana en el tiempo. Un tiempo que se fue para siempre del corazón de ella.
El seguía profundamente enamorado, a pesar de añorar la alegría y de ahogar la tristeza en la bebida y en los polvos alienantes. Pero no le importaba mientras el tiempo siguiera corriendo, y continuase desentendido existencialmente de la sombra que alguna vez pretendió ser.
Incomunicado como estaba en ese momento, se dejaba llevar por ese aparato que ella consideraba demoníaco.
Se sentó junto a él y encendió un cigarrillo y el limón se mezcló con el humo del tabaco. No pestañó. Odiaba ese momento en que lo tenía tan cerca y a la vez tan lejos. Era proporcional la angustia de ella en relación a la desesperación de él y juntos se amparaban bajo el mismo techo, debajo de la cúpula de la noche.
Ahí tirado, sabía que dentro de poco debía volver a subir a la torre de seguridad y vigilar durante doce horas, todos los días de la semana, que no haya palomas radioctivas que entrasen en el pequeño poblado. Ese era ahora su mundo real. Un siervo arrastrado a la miserabilidad vomitiva de la perpetuidad. Ese era su abismo.
Junto a él, en la profundidad de una pitada, ella trataba por todos los medios de devolverle la indiferencia. Sus horas también estaban contadas para alcanzar la rutina de pasar su alma por el colador de la apatía.
-Prefiero ver un cadáver- dijo ella aplastando el filtro con sus finos dedos.

Él continuó sin dejar de morirse por un instante.

Por Matías Comicciolli.

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