viernes, 25 de julio de 2014

“El péndulo de Foucault” de Umberto Eco.

La primera sensación que produce tomar “El péndulo de Foucault” de Umberto Eco, es de temor. Temor que es alimentado por sus casi 1000 páginas (depende la edición) y el gramaje que acompaña a dicho número. Una vez que superamos la extensión y el peso del volumen, queda superar otro miedo directamente emparentado con la complejidad de la pluma de Eco. Literalmente y con sincera humildad, las primeras 100 páginas, son un laberinto lingüístico del cual solo Eco es capaz de entrar y salir de forma indemne. Sólo hay que atravesarlo, con atención pero sin miedo, para descubrir un gran policial de misterio e intriga (al mejor estilo “El nombre de la rosa”) Es imposible no hacer la analogía con la obra anterior. Pero eso sí, nada de andar comparándolo con “El código Da Vinci” (como leí en algún lado) porque nada tiene que ver. No es que uno sea mejor que otro, simplemente son distintos.
Por otro lado, es tanta la pedantería “culturosa”, que el autor desea que conozcamos, que la mayoría de los datos y citas que abundan inescrupulosamente pueden no ser del todo memorizadas, ya que la historia pasa por otro lado. Es decir, el berenjenal de información que en un momento nos vemos metidos, no influye directamente en la acción de los personajes. Sólo debemos seguir leyendo con heroica hidalguía, sabiendo que son trampas para el lector.
Es en ese momento, cundo superamos los miedos y las dificultades que nos pone Eco para que no leamos su libro, cundo disfrutamos de la genialidad literaria del autor.
En definitiva, es una recorrida apasionante a través de divagaciones históricas que incluyen a templarios, rosacruces y satánicos de la mano de un grupo de locos editores que buscan una verdad tan líquida que se les termina escurriendo por los dedos. En el medio, desapariciones, mensajes ocultos y muertes aparentemente sin sentido.

No se puede dejar de recomendar una obra con estas características, pero también es cierto que la voluntad del lector es fundamental para alcanzar el final. Un final que, por otro lado, no tiene desperdicios reflexivos, y que nos deja satisfechos después de semejante empacho literario.

Por Matías Comicciolli.

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