“Una mañana, tras un sueño intranquilo, me di
cuenta que ya no podía escribir”.
Tipié
la frase de forma inconsciente. Fluyó por mis dedos, como por mi conciencia,
con el tack-tack-tack de los dedos sobre el teclado, cuando mi atención se vio
modificada por un misterioso suceso. Parecía que, finalmente, ese no iba a ser
el día indicado para empezar a escribir un cuento. Las posibles ideas que podía
llegar a tener, quedaron a un costado y el cursor de la pc titiló por última
vez, esperando una orden próxima.
Estaba
quieto y nadie ponía atención en él. Me di cuenta que hacia un tiempo no se
escuchaba el golpeteo en el teclado, ni los clik´s frenéticos del mouse. Era
raro porque lo que siempre alteraba el sepulcral silencio de la oficina, era el
constante tack-tack-tack de las teclas de la pc.
Alrededor
nadie había prestado mayo r atención a la
quietud que manifestaba. Estábamos entrenados a no sociabilizar demasiado, y a
no mover la vista de nuestros monitores.
El
sonido; el sonido era lo que alertó mis sentidos, y me abstrajo del frustrado comienzo
de mi cuento. Era como cuando uno está acostumbrado a un determinado ruido, tan
constante y corriente, que comienza a no escucharlo. Se sabe que una heladera
deja de funcionar cuando no escuchamos más el motor, pero en lo cotidiano lo
ignoramos absolutamente. Con algunas personas pasa lo mismo… Tal vez, el motor
para mi escritura sea ese interminable tack-tack-tack de los teclados, por eso
había escrito ese comienzo en sentido homenaje a Kafka.
Quieto,
en el escritorio, todo indicaba el típico estado de normalidad en él. La taza
de café en el lugar de siempre, el diario doblado por la mitad, a un lado, el
paquete de galletitas abierto y el murmullo de la pequeña radio a pilas. Ese
día no iba a ser muy distinto al anterior y posiblemente, las variaciones no
serían demasiadas, si existía algún mañana. Pero algo se había detenido en el
tiempo y en el espacio. Desde cualquier lugar se lo podía confundir con una
fotografía. Estática. Inerte.
Miré
nuevamente a ambos lados, esperado la complicidad de algún compañero, para que
me de el coraje necesario de levantarme e ir a ver qué le sucedía. Nada. La
respuesta a mi búsqueda fue la confirmación de la abstracción enajenada y
absoluta, del individuo moderno. Las retinas se movían de un lado al otro de
los monitores, en un compás arrítmico acompañado de algún que otro parpadeo. Las
falanges de los dedos continuaban quebrándose sobre cada letra en un ruido
sordo a la distancia. Ninguna manifestación en sus músculos, indicaba que ellos
también habían alertado el singular espectáculo que llamaba mi atención y no me
permitía seguir escribiendo. Necesitaba ese tack-tack-tack de su teclado.
Busqué
el ir y venir de la respiración en algún pliegue de la camisa, pero todo fue en
vano. Sus ojos continuaban abiertos. Como el resto, también miraba el monitor,
pero su vista estaba como absorta en un punto perdido de un infinito
inalcanzable. Las manos sobre el teclado, rígidas, ateridas.
La
pantalla aún se reflejaba en sus anteojos. No faltaba mucho para que la
oscuridad y una insoportable pelotita de colores rebotase incansablemente
develando su inactividad. Eso me daría la certeza que mis sospechas no eran
infundadas. Que mi atención no se había desviado porque sí. Que el detener mi escritura tenía algún
sentido.
Pero
antes, una curiosidad incontrolable hacía que necesite saber que era eso que
aún se veía en el monitor. Ahí podía estar la clave y con ella la respuesta a
lo que estaba pasando. Pero tal vez esa búsqueda de certezas fuese a la
vez mi final inquebrantable. Qué
importaba. Con ese dato escupiría en la cara de todos los que no se habían
percatado de esa quietud sobrenatural. Su cuerpo ocultaba la pantalla. No tenía
mucho tiempo. Debía apurarme, pero a la vez, tener el suficiente cuidado de no
delatar mis movimientos. Estábamos entrenados para no movernos de nuestros
escritorios. Me levante. Sigiloso. Las rodillas se articularon con un sonoro
crujido. La tensión continuaba en el ambiente. Ninguno de mis compañeros reparó
en lo que yo trataba de hacer. Los
mínimos sonidos pasaron inadvertidos, como los de un fantasma. Mi vista se
elevó por sobre su hombro. Ya veía la pantalla o un pedazo de ella. Con un
esfuerzo más, mi visión sería completa. El suelo de madera rechinó por mi peso.
Los teclados a mi alrededor continuaban ejerciendo su tack-tack-tack.
Incansables. Pude ver el cursor titilando. Como un componente vivo del aparato,
se prendía y se apagaba esperando la orden para continuar. Sometido a su tarea,
como el resto de las existencias encerradas en ese ámbito, esperaba, inmóvil,
como muerto dentro del cristal líquido. Un leve quejido se escapó con mi último esfuerzo. El ultimo
suspiro. Casi en puntas de pie y sosteniendo la respiración, alcancé a leer en
la pantalla:
“Una mañana, tras un sueño intranquilo, me di
cuenta que ya no podía escribir”
(El
cursor continúo titilando)
Por Matías Comicciolli 29/05/2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario