Un número considerable
opinaba, convincentemente, que era una hija de puta. El resto la apreciaba y
hasta podía decirse que le tenían afecto. Lo cierto era que cada vez que la
hora señalada llegaba y la puerta se abría, mis intestinos comenzaban a
revolucionarse, empecinados en hacer visible el desayuno de esa mañana, el cual
quedaba estrellado en la taza del inodoro.
Como casi todos, también ella
tenía un apodo, el cual iba pasando de generación en generación y cuyo autor,
con los años, había quedado en el anonimato.
Gracias al continuo régimen
autoritario que sufríamos, la inventiva y la originalidad habían quedado
bastantes desplazadas de la voluntad de creación, por eso simplemente se la
había bautizado como “La Petisa”.
Cada vez que entraba La Petisa,
el estómago se me anudaba, la frente se me plagaba de perlas de sudor frío, la
boca se inundaba como un manantial de saliva constante y comenzaba la autónoma
peregrinación al baño, acompañado de las carcajadas reprimidas de mis amigos
más cercanos, los cuales conocían mi problema.
Era la única profesora de
matemáticas que daba clases a las cinco divisiones del colegio. Eso le daba un
poder casi absoluto sobre el saber calculatorio de las generaciones que la
sufrían, o la disfrutaban. Como queda en evidencia, yo formaba parte del grupo
que la padecía. Esta mujer tenía la capacidad de transformar un hermoso día en
una profunda frustración, al hacer notar mi incapacidad mental para poder
despejar X. Incapacidad que
presagiaba un futuro en donde las incógnitas continúan siendo incalculables (y que
hasta hoy sigo sin querer resolver)
El problema principal era su
carácter, el cual se anunciaba a través de su voz aguardentosa, quebrada por
años de cigarrillos largos y café. El aliento a ceniza que salía de su boca
cuando se acercaba a revisar la tarea, te derretía el valor y pasabas a
transformarte en una gallina cobarde y sin remedio.
Peor eran aquellos días en
que se enfundaba en unos estrechísimos pantalones de cuero, los cuales
producían un continuo cruce de miradas por todo el aula. Ese look sado, a pesar
del terror que infringía, fue el deleite de varios que, sumidos en la desdicha
de pertenecer a un colegio de varones, dedicaban sus noches a la práctica
onanista. La cuestión onírico/noctámbula, no recaía en su belleza, cualidad de
la que carecía con afirmación unánime, sino en las hormonas adolescentes que no
lograban distinguir el buen gusto.
Con esos mismos pantalones y
un pañuelo de ceda anudado en la garganta, se hizo presente en aquella mañana
de finales de noviembre, dejando una estela de humo cortada de un portazo.
Como de costumbre los
ejercicios de ecuaciones no los tenía hechos y mientras mi estomago se
esforzaba por retener el café con leche, los copiaba sin pausas y con prisa
sobrehumana de la carpeta de mi compañero de banco Ignacio (quien, a su vez, se
los había copiado a primera hora de Juan porque a este último se los había
hecho la profesora particular)
Con firmeza en su andar y
clavando el taco en las frágiles maderas del piso, comenzó el recorrido de
control de tarea. Dependía del destino, más que de la suerte, que La Petisa
comenzara por el pasillo de la ventana. De lo contrario el tiempo para copiar,
sin raciocinio alguno, diez ejercicios de Despejar
X, era prácticamente una misión
imposible. Ese día comenzó el control por el pasillo de la ventana.
Adrián fue la primera
victima. Ni sus ojos celestes podían hacer conmover el gélido pulso de la
lapicera roja, la cual atravesaba con una bisectriz perfecta la hoja
cuadriculada Rivadavia N°3, que había
sido el espejo facial de horas y horas de cálculos en la tarde anterior. El
segundo era Lea, que si bien no tenía problemas con las matemáticas, su
conducta lograba reestablecer y modificar los parámetros de cualquier ciencia
dura que esté en manos de una profesora vengativa.
Los dioses ese día quisieron
que por error de cálculos La Petisa no me viera copiando los ejercicios, ya que
si eso sucedía era preferible ser circuncidado con una amoladora. El producto y
el motivo de su distracción era la carpeta vacía del Chino.
Obviamente que el Chino era
en realidad japonés, o mejor dicho, argentino hijo de japoneses, pero en este
caso la originalidad también había dejado paso a lo vulgar y todos conocíamos
al japonés como Chino.
La Petisa se había instalado
frente a él, con la libreta en la mano, preparada para comenzar con el
atosigamiento al condenado. Todos nos detuvimos en lo que estábamos haciendo y
pusimos especial atención en la escena. A nadie ni por casualidad se le había
ocurrido enfrentar con indiferencia a los rugidos furiosos que la Petisa
emanaba a centímetros de tu cara, salpicándote con pequeñas gotitas de baba que
funcionaban como grandes escupidas de desprecio.
El pobre Chino no levantaba
la vista de la carpeta, o eso creíamos nosotros ya que sus ojos parecían
cerrados, y nuestra compasión se trasformó en admiración debido al acto de heroico
que estaba por suceder.
-
Yosiro, por qué no hizo la tarea?
El Chino seguía con la vista
en sus ecuaciones, sin responder.
-
Me podés contestar Yosiro?- se comenzaba a notar
cierto tono de impaciencia. La Petisa nunca llegaba a la segunda pregunta sin
haber obtenido previamente respuesta.
El Chino levantó la vista de
la carpeta y comenzó a mirar hacia los costados, analizando la situación,
confirmando su convicción de que no estaba solo.
-
Yosiro te estoy hablando?- el tono ya se había elevado
y la fuerza ejercida por la glotis, comenzaba a connotarse en la yugular.
El Chino la miró de arriba
hacia abajo y giró su cabeza hacia atrás.
Pasaban dos cosas, o el Chino
había tomado la decisión de hacer frente a unos de los seres más terribles que
a uno le podían tocar durante la adolescencia o había dejado de valorar su vida
y encaminarse a una muerte segura.
-
YOSIRO CONTESTAME!!!! TE ESTOY HABLANDO NENE!!! - la
yugular le explotaba y todo su cuello se había puesto del mismo rojo que la
ceda que lo envolvía.
La libreta había volado por
el aire, cayendo en el banco de Lea como un pájaro muerto al que nadie se anima
a tocar. Los bancos poco a poco y en silencio, se fueron separando milimétricamente
del epicentro de la discordia, entes de que todo explote conformando un hongo
atómico.
El Chino continuaba impávido,
con su cara de luna, sus ojos rezagados y sus orejas como asas de un una taza.
No se le movía un músculo. Su expresión era de piedra.
Con las dos manos aferradas
al banco, La Petisa se inclino haciendo rechinar los pantalones de cuero.
Ninguno de nosotros respiraba. Acercó el rostro furioso al del Chino, su cara
estaba por explotar de ira, y haciéndole volar el flequillo, gritó:
-
YOSIRO
SOS TONTO!!!???
El Chino limpió la saliva
nicotínica que se había depositado en su frente y nos volvió a mirar cómplice y
despreocupado.
En un movimiento felino La
Petisa arrancó de su letargo la libreta de notas, haciendo que Lea se tatuara a
la pared en busca de la invisibilidad, mientras Adrián quedaba aferrado a la
contención de esfínteres.
Comenzó a recorrer con la
punta de la lapicera roja, todos los nombres de la lista. Iba y venia, iba y
venía. No se detenía en ninguno, estaba ciega de furia. Sus ojos inyectados en
sangre buscaban desesperados la Y de Yosiro.
Un rayo mortal atravesó la
frente del Chino, la mirada de La Petisa se había clavado en medio de las dos
rayitas que tenía como ojos.
La Petisa se acerco despacio
hasta colocarse junto al Chino. Todos esperábamos el desenlace final, la
estocada culmine, el momento súbito.
Tragando saliva La Petisa
dijo delante de toda la clase:
-
Discúlpeme Yamanato, lo confundí con otro alumno.- la
disculpa fue casi un susurro.
Cerró su libreta y perdiendo
algo de compostura se retiró cerrando suavemente la puerta.
Todos explotamos al grito de
Yamaaanato, Yamaaaanato. Sin abrir la boca el Chino Yamanato había logrado vencer
a la tenebrosa figura dictatorial de La Petisa, para quien desde ese día, los
chinos no volvieron a ser todos iguales.
Por Matías Comicciolli 14/12/10
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