-Es esto o el suicidio- dijo
desconsolado- ¿O preferís ver un cadáver?
Ella no contestó. Sabía que
cada palabra que saliese de su boca lo lastimaría. No quería seguir haciéndolo.
Sin siquiera mirarlo, cerró las ventanas para que el humo del exterior no contaminara
el ficticio olor alimonado del desodorante de ambiente.
Él se había esforzado. Había
trabajado en lugares inmundos, levantando la mierda de las grandes ciudades que
aún quedaban en pie. Eso, pensaba, le daba derecho a evadirse a través de los
sonidos estridentes del aparato de música. Ella odiaba eso. No le importaba.
Prefería verlo tirado en el suelo, antes que en la inercia de la suspensión inconsciente.
Juntos habían pasado el
último sábado, y juntos estaban pasando ese domingo. Sus vidas bulímicas y
alcoholizadas, trataban de volar por sobre el laberinto de piezas de dominó
armado especialmente, para derrumbarse en cualquier momento.
Tomó el control de la tele, a
la vez que sujetaba el vaso de whisky. Se sentía más muerto que las palomas con
radiación.
Se acercó a él tratando de
producir algún milagro. El sonido era insoportable. La ponía furiosa. Nada la
obligaba a estar junto a él. Conocía su vida, o parte de su vida y eso era lo
que la había enamorado en una época muy lejana en el tiempo. Un tiempo que se
fue para siempre del corazón de ella.
El seguía profundamente
enamorado, a pesar de añorar la alegría y de ahogar la tristeza en la bebida y
en los polvos alienantes. Pero no le importaba mientras el tiempo siguiera
corriendo, y continuase desentendido existencialmente de la sombra que alguna
vez pretendió ser.
Incomunicado como estaba en
ese momento, se dejaba llevar por ese aparato que ella consideraba demoníaco.
Se sentó junto a él y
encendió un cigarrillo y el limón se mezcló con el humo del tabaco. No pestañó.
Odiaba ese momento en que lo tenía tan cerca y a la vez tan lejos. Era
proporcional la angustia de ella en relación a la desesperación de él y juntos
se amparaban bajo el mismo techo, debajo de la cúpula de la noche.
Ahí tirado, sabía que dentro
de poco debía volver a subir a la torre de seguridad y vigilar durante doce
horas, todos los días de la semana, que no haya palomas radioctivas que
entrasen en el pequeño poblado. Ese era ahora su mundo real. Un siervo
arrastrado a la miserabilidad vomitiva de la perpetuidad. Ese era su abismo.
Junto a él, en la profundidad
de una pitada, ella trataba por todos los medios de devolverle la indiferencia.
Sus horas también estaban contadas para alcanzar la rutina de pasar su alma por
el colador de la apatía.
-Prefiero ver un cadáver-
dijo ella aplastando el filtro con sus finos dedos.
Él continuó sin dejar de
morirse por un instante.
Por Matías Comicciolli.
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