Fue en ese momento, que al
abrir los ojos lo vió tendido en un charco de sangre.
Estaba desencajado, como
fuera de sí. Las manos transpiraban y no dejaba de hacer ese maldito tic con
los ojos. Cualquiera pensaría que estaba padeciendo un ataque de nervios, o uno
de esos momentos en que nos encontramos poseídos por una fuerza que nos excede
en cuerpo y espíritu.
Estaba meando y recordando
una novela policial de un escritor chaqueño. Le parecía increíble la imagen de
un asesinato así. Cómo podía creer que alguien, en su sano juicio podía cometer
una atrocidad como esa. Es lo que pasa muchas veces con la literatura. Pensar
como verosímil, algo totalmente disparatado. Y eso justamente era lo que
padecía: un clásico caso de realidad literaria.
Luego de haber cometido el
hecho, no sabía exactamente cuanto tiempo había transcurrido desde el golpe hasta
la desesperación.
Simplemente fue un impulso.
Pensaba en la novela del escritor chaqueño y nada impidió que actuara igual que
el protagonista. Pero algo en sus entrañas se venía gestando desde antes, nadie
puede desempeñar una actitud tan violenta sin una previa maceración y
acumulación de eventos o circunstancias.
Claro que venia pensando en
eso desde antes. Eran simples pensamientos, simples deseos o divagaciones. Las
mismas que todos tenemos, pero que nunca llegamos a cumplir. Esas que nos
aquejan por las noches, antes de dormir y que vamos desmenuzando
detalladamente. Acto tras acto, acción por acción. Pensamos en qué decir, en
cómo contestar, en las distintas posibilidades que se nos pueden llegar a
presentar, en el modo de eludir complicaciones y sobre todo, en las
consecuencias que esas mismas divagaciones tendrían sobre nuestras mundanas
vidas. En esos casos absolutamente todas las configuraciones posibles se nos
representan como un manual de instrucciones, al cual nunca recurrimos a la hora
de la verdad.
Eso había estado pensando
desde hacía tiempo, pero nunca creyó que podía llegar a actuar así. Las formas
eran múltiples y variadas. Llegaban a ser actos de piadosa violencia, o
certeros reflejos de irracionalidad absoluta.
Estos pensamientos siempre se
encuentran reprimidos, en el mejor de los casos, por esas barreras que nos
mantienen cuerdos. Quienes pasan, o saltan, esas barreras son aquellos que
luego vemos en las secciones policiales de los diarios.
Eso fue exactamente lo que
pasó. Saltó esas barreras.
Fue un segundo en donde todo
pareció demasiado claro como para dejarlo ir. La certeza de un absoluto lleva a
adquirir una total confianza sobre el pensamiento. Y frente a un absoluto no
hay barrera moral o ética que valga. Estaba seguro que estaba actuando de un
modo correcto. Ahora se ven las consecuencias y es cuando ataca el
arrepentimiento.
En ese mismo momento el
arrepentimiento no era una carta por jugar a favor de la victima.
Pero que pretendía que
hiciese?
Lo entiendo por ser alguien
que padeció semejante suplicio y angustia.
Se trata de borrar por
completo los actos y acontecimientos que venimos realizando, hasta alcanzar por
propio defecto de las circunstancias, el estado primigenio del comienzo de las
cosas. Eliminar lo acontecido, ese charco de sangre debajo de un cuerpo que se
ponía cada vez más rígido, era el resultado de tratar de cancelar una
existencia dolorosa con el sólo fin de abrazar la esperanza de un alivio
inmediato.
Llegado el momento lo sintió
entrar, no estaba seguro de quién podía ser.
Frente a la pared del orinal,
no se logra ver quien entra y quien sale.
Descubre que era él y lo que
había pensado, junto con lo que pensaba en ese momento sobre la novela del
escritor chaqueño, hicieron el resto.
No tuvieron nunca esos
momento en que te puede cambiar la vida por tomar una sola y mínima decisión?
Muchas veces son momentos
evitables, o que evitamos por cobardía. Otras, la elección es tan maniquea, que
la segunda opción, generalmente, dejar todo tal cual está, y es la que solemos
elegir. Pero son las mínimas, las verdaderamente importantes, las que no tienen
salidas evasivas. Lo que hagamos lo vamos a llevar por siempre como un destino
al que no pudimos escapar.
Las dos posibilidades que se
presentaron en ese momento, en el momento que
reconoció quien era, lo llevarían o a la cárcel o a la frustración
eterna. Por eso eligió una y no la otra.
Pero ahora, temblando y con
esa mirada extraviada, sentía arrepentimiento y confesaba una y otra vez que no
había querido llegar a tanto, que la cosa se le había escapado de las manos y
que nunca había actuado de esa manera. No había actuado de esa manera, pero si
había pensado que actuaba de esa manera. Cuantas veces lavó el cuchillo con el
que almorzaba bajo la canilla, e imaginaba que él entraba y en un rápido
movimiento, se lo ensartaba de lado a lado en el cuello. Lugo limpiaba los
restos de sangre bajo la misma canilla abierta y se retiraba sin ningún tipo de
arrepentimiento. Con el alma fría.
Cuando la escena se diluía en
el aire, se volvía a encontrar lavando el cuchillo del almuerzo bajo la canilla
del baño. Sacando esos restos de grasas adheridos en el filo.
Pero si nunca entraba el
merecedor de la puñalada!. Ese momento llegó. La grasa del filo se transformó
en sangre y quien entró era el hombre indicado.
Sabía que lo era, lo había
pensado, lo había soñado, lo había planeado. Pero nunca creyó que tendría el
valor de hacerlo. Ahora está ahí tirado, bajo un charco de sangre.
No dejaba de mover las manos,
como un enfermo de parkinson. Trataba de tranquilizarlo para que me contara qué
era lo que había pasado. No dejaba de repetir una especie de monologo que lo
desligaba de la culpa del hecho, pero no de haberlo cometido.
No pudo escapar, no tenía
opciones. Absolutamente abstraído, configuraba una realidad que aparentemente
le fue ajena, pero que ahora le pertenecía para siempre. Como en la historia
del escritor chaqueño.
El mundo estaba diciendo algo.
Durante varios meses se fueron presentando un sin fin de indicios que
terminaron en el brutal asesinato. El primero, quizás haya sido el cuchillo en
el baño y pensar en que él entraba, distraído, a realizar sus necesidades.
¿Cómo el destino me va a
poner en esa situación, sabiendo todo lo que pensaba y todo lo que sentía?
¿O será que el destino no
conoce las cartas de uno, hasta que lo pone a prueba?
La ventana abierta detrás de
él, podía ser considerado como otro indicio que se representaba frente a sus
deseos. Quien podía asegurar que él no se asomó y accidentalmente cayó por la
ventana. También podía ser ayudado con algún empujoncito. Ya había estudiado, después
de mucho observar, que siempre se acercaba a la a la ventana para saber como
abrigarse antes de salir a almorzar. En ese momento y sin que se percatase, un
leve toque desde atrás lo haría perder la estabilidad terminando la veloz
carrera gravitacional contra el gris asfalto. El cuchillo, la ventana, la
escalera; la cual también había aparecido como una migaja en el camino al
asesinato. Una caricia, apenas, en el tobillo, cuando está a punto de dar el
primer paso. Eso sólo bastaba para una espectacular y cinematográfica caída con
final de muerte.
Cada situación se presentaba
con un único significado. Un mensaje inclasificable, intraducible e indefinible
en palabras coherentes.
De esa manera se puede
identificar cada indicio individual y anónimo, con una finalidad genérica de
características particulares. Las cuales se unieron, dentro de la prudencial
distancia emotiva en que se encontraban, en el momento exacto en el que él cruzó
la puerta del baño.
Todos los recuerdos que había
grabado categóricamente en la memoria, aparecieron en un parpadeo.
Y cómo actuar de otra manera?
Todo el control sobre las
ideas se borró de un plumazo y un deseo irrefrenable se apoderó de todos los
comportamientos que mantenía invisibles. Está lleno de hijos de puta, repetía
sin pausa. Y sí, la verdad que está lleno de hijos de puta. Eso fue lo que produjo
el imprevisible presente decisivo.
Estaba ahí, tenía todo los
designios del mundo en las manos, además de la posibilidad de reducir la
presencia constante de una profunda oscuridad. Todo se volvió difuso, casi como
un día sin sombras. La novela del escritor chaqueño, los indicios de los
últimos días, el baño, la soledad, la venganza, el volver al comienzo, el
asesinato.
Se colocó en el mingitorio.
Estaba a su lado, indefenso, con las manos ocupadas, relajado en lo más
profundo de su sistema nervios. No opondría resistencia.
El mundo está lleno de hijos
de puta. Tener que soportar lo que soportó.
Ahora meaba desprevenido. Indefenso.
Se cargó en el puño todos
esos momentos que había tenido que soportar sin mayor razón aparente, que una
ficticia jerarquía. Recordó todas esas veces que se ponía a hurgar los dientes
con un clip, para sacarse los restos del almuerzo, para luego observar el
pequeño trozo de comida, recogerlo con los labios y expulsarlo por el aire. Sin
el menor ápice de respeto al prójimo. El recibimiento constante y permanente
con una desdibujada cara de culo, acompañada del manoseo voluntario de la bolsa
escrotal, para luego finalizar la ceremonia rascándose con unos cuantos
convulsivos movimientos de vaivén. Ocho horas, nada más ni nada menos que ocho
horas de ese constante calvario, escuchando el zapateo arrítmico, permanente,
sobre el piso de madera. Eso vuelve loco a cualquiera. Cada golpe funcionaba
como una gota cayendo tortuosamente en la frente de un condenado. Se sumaban a
las razón del violento acto el volcán eruptivo que se activaba cada vez que se
ponía a cortar las uñas en el escritorio. Restos de cadáveres se desperdigaban
por toda la alfombra, cayendo inescrupulosamente con un insoportable ruido
sordo. Clic, clik, clik; la gota, el alicate para las uñas, el zapateo. Dios,
esa cara!!! Clic, clic, chak,chak, tuck, tuck tuck. Una tortura, la novela del
escritor chaqueño, el baño, la canilla abierta, la gota, el agua clic, clic,
clic. El cuchillo, la escalera, la ventana. Está indefenso. Esta meando clic,
clic.
El golpe fue certero. La
violencia, fatal. Al desmayarse, cayó como una bolsa de caca partiendo con el
cráneo la loza del mingitorio. La sangro comenzó a moverse por el piso como un
ente liberado de su cautiverio. Lenta y constante, buscando los declives que la
hagan transitar.
Sus manos dejaron de temblar,
enfocó la vista. No había nada que revertir. Había matado a su jefe.
Por Matías Comicciolli. (2012)
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