Hubo un momento, no sé cuándo, en el
que paulatinamente me fui haciendo transparente. Tal vez fue de un día para el
otro, o en un instante insignificante.
Contaré primero el final de la
historia para que el mal sabor que lleva escribir este relato, concluya
rápidamente. Más adelante, el final decantara por su sola ausencia.
Me encontraba cegado por el sol de
frente, sentado en un banco de la plaza De los Dos Congresos, con esa gran
cúpula verde de fondo, disfrutando del relativo silencio y soledad que siempre
dan los bancos de las plazas al compartirlos con uno mismo, cuando un grupo de
mujeres, tal vez oficinistas, se me aproximó, rompiendo la fragilidad de la vigente calma.
Digo oficinistas, para detallar una
posible tarea que requiera estar sumamente arreglada y sensual, un mediodía
cualquiera, de un día tan rutinario como ayer o mañana. No porque la actividad
requiera que esto sea así de manera absoluta y definitiva, sino porque existen
algunos rasgos de sana competencia estética, dentro del fructífero gremio, que logra
establecer el goce inmediato de la sola observación. Claro que también pudiera
ser un simple grupo de damas, que salieron en tacos y minifaldas a tomar el aire
de la plaza disfrutando de su arboleda y su fuente. Pero seguro no era el caso.
Irremediablemente, el incipiente
calor que regulaba la temperatura de un noviembre sin nubes, hacía que la
ligereza de ropa no dejara a la imaginación masculina volar libremente por los terrenos
desconocidos del sexo opuesto. Las faldas se confundían con los contornos
corporales, como si estuviesen pintadas, y las camisas, sueltas y livianas,
dejaban bailotear los firmes y turgentes pechos en su interior. Había para
todos los gustos. Cada una dentro de los cánones de belleza que dicta la
actualidad de la moda. Tal vez, si las mismas mujeres hubiesen caminado por una
plaza en la edad media, las hubiese confundido con mendigas harapientas y
muertas de hambre. Pero tampoco era el caso.
Me preparé para que la marea de
feromonas me bañara de pies a cabeza, como el sol que hasta hacía unos segundos
me deleitaba con su incondicional y absoluto servicio. El olfato se me agudizaba
para recibir todo un muestrario de excitantes fragancias mezclado con el humo
de los cigarrillos que dejarían como estela al pasar.
Entorné los ojos, para aclarar mi
visión y dar con un gesto de profundo interés, casi cinematográfico. No apoyé
mi brazo sobre el respaldo del banco, porque me pareció una postura exagerada.
Fueron pasando en orden, delante de mi. Seguí sus miradas para encontrar esa
ínfima complicidad picaresca de mutua curiosidad. Mirada que conlleva la carga
simbólica de un primer indicio, para una posible, y más prolongada, segunda
mirada.
Siguieron hablando de sus cosas y riendo a los gritos.
Ninguna pupila tuvo, ni siquiera, la intención irracional de dirigirse hacia el
banco donde estaba sentado. No hubo una sonrisa cómplice, ni un guiño
confirmatorio, ni palabra alegórica. No hubo aunque sea gesto que confirmara
para alguna de ellas, mi eventual existencia en el mundo.
Una realidad que venía negando
inconscientemente, se me hizo presente como una epifanía sobre un destino
irremediable. Una pesadilla comenzaba a cobrar forma y difícilmente podría
despertar de ella.
Negado en la afirmación que hacía mi
discernimiento, comencé a caminar rápidamente por Hipólito Irigoyen, en
dirección al bajo. Las cabezas de dragón del Pasaje Barolo teñían el momento
con una atmósfera demoníaca al pasar debajo de ellas. Buscaba una excusa que
modificara la presente sensación de desprecio hacia mi mismo. Miré las palmas
de mis manos y a través de ellas pude descifrar el entramado de las baldosas
que pisaba. Apuré el paso, para alcanzar lo insustancial de la nada, cuando adelante
se presentó la posibilidad de salir de esta profundidad.
Era una chica mucho más joven, pero
eso no impedía el propósito, tal vez único, de negar mis sospechas.
Evidentemente era estudiante. (Continuaba designando profesiones, a través de
leves indicios visuales) Lo deduje por las carpetas que abrazaba con ambas manos,
sobre su pecho. Esperaba que el semáforo alcanzara el rojo, para poder cruzar
hasta la vereda en que me encontraba. Su visión, a través de unos lentes de
marco blanco, me atravesó como una generalidad más de la fauna urbana. No
reparó ni siquiera en mi desesperación. Era sensiblemente preciosa. El pelo
recogido en un rodete, coronaba a un ser angelical y diabólico a la vez. Mantuve
la mirada, ella se acercaba peligrosamente al punto en que pasaría junto a mi,
para perderse luego en el tumulto de peatones. Mi atención estaba en sus ojos,
una simple mirada me devolvería lo que suponía perdido. Es decir, mi
visibilidad.
Pasó. Llegó a la vereda opuesta, sin
atisbo de recaer en mi perversa observación. Un andar decidido, y con más
seducción que arrogancia, moduló su camino sin regalarme el paso por sus
retinas. Cerré los ojos y no miré hacia atrás para que la petrificación sódica,
no se sumara a mi desdicha.
De pronto una sucesión de imágenes
que creía inexistentes, pasaron por mi mente con la fugacidad de un suicidio. Como
en un reloj de arena, las preguntas comenzaron a caer, una a una, paulatina e infatigablemente.
Había perdido esa chispa de encanto
y seducción que alguna vez brilló en la alegría de la juventud. Era
literalmente transparente para las mujeres, lo cual se traducía en algo así
como la nada, o la muerte. Desde ese momento, hasta el final de mis días, me
resignaría a la ausencia perpetua de sentirme aceptado por el otro sexo. Ni
siquiera la limosna cotidiana de un matrimonio formal, alcanzaría para llenar
la negrura que deja el haber alcanzado el estado de transparencia. Porque, para
que bien se entienda, esta búsqueda constante que alguna vez supo ser el
alimento diario de la vida, no tiene otro fin que el egoísmo individual de sentirse
bello y atractivo. No se intenta consumar en hechos fácticos y carnales todas
las posibles conquistas. Simplemente alcanza con saber que uno fue aceptado y
que en ese terreno puede desempeñar las artes del cazador. Al alcanzar la
transparencia, esas flechas filosas y puntiagudas que no fallaban, se
convierten en sopapitas que no pegan ni con saliva, la punta del cuchillo se
dobla y el arco pierde tensión. Ese indio Araucano que conocía todas las
técnicas de caza y que gustaba de su utilización, hoy está suelto en un
supermercado en donde todo le es indiferente.
La ridiculez se hace presente en
cada momento que se pretende ser nuevamente visible, y se cae en la insensatez
de recurrir a actos mediocres e infelices, que distan mucho de ser gustosos. Así,
esta desgraciada condición me lleva a añorar esos fugaces y lejanos momentos de
felicidad subjetiva, en donde todas las mañanas, una belleza anónima me
esperaba con una sonrisa, en el último asiento del colectivo 39 al subir en
Alsina y Sáenz Peña; o esa chica en la oficina que, con encantadoras y
sugestivas “s” silbadas, me llamaba todas
las tardes sin motivo aparente, transformando la basura laboral en sinfonías
cósmicas; o la morocha de la universidad, a quien, sin conocer su nombre,
presté mis mejores libros con el único fin de retener su atención.
Pasan uno detrás de otro los
recuerdos. Forman un espiral en sucesivo movimiento, el cual no deja de
confirmar el sufrimiento y la infinita soledad que sella la vulgaridad triunfal
de haberme vuelto transparente.
Por Matías Comicciolli.
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