INSTRUCCIONES
El siguiente es el relato de
un crimen. Como tal, consta de diferentes partes o episodios que conforman la
trama de la historia. Si el lector se considera un amante clásico de este tipo
de género, podrá leerlo de manera tradicional. Es decir; comenzando por el
capitulo I, continuando por el II y así hasta llegar al final, donde
el crimen es cometido, o no.
Si el lector es muy ansioso y
no puede esperar el desenlace tendrá que leer los capítulos de la siguiente
manera: V, III, II, I y IV.
En cambio si al lector le interesan
más los móviles que el crímenes en sí, tendrá que ordenar los capítulos
comenzando por el III, y siguiendo
por el I, II, IV y V.
Finalmente, si el lector
posee un alma creativa, ordenará los capítulos de la manera que más le guste.
No tiene color, ni sabor, ni olor,
por lo tanto
no se puede detectar si está presente
en el agua,
comida, o aire.
I
Es un hecho espantoso, pero a
la vez es verdad.
Siempre he intentado, con frustrados
resultados, modificar este estado de existencia. O por lo menos eso es lo que
creo. Por esta razón ya estaba resignado a la espera incomprensible y
desamparada que pone término a nuestro paso transitorio. En fin, uno puede
luchar contra esto o dedicarse a aceptarlo, con integridad e hidalguía,
simulando una costumbre crónica que podría asemejarse a la vulgar felicidad.
Decididamente estaba preparado
y convencido de terminar la historia de esta manera, pero un involuntario
recuerdo de “Crimen y castigo”, sumado a los estridentes acordes de “Hell
Bell´s” de AC/DC, se configuraron ante mí, para manifestarse como una epifanía
salvadora. El asesinato masivo es el mejor pretexto que encuentro para
transformar mi miserabilidad cotidiana en un hecho honroso.
Me bajé del colectivo con la idea
bastante clara, y en lugar de caminar hasta el kiosco de diarios, modifiqué el recorrido
para buscar una ferretería. Encontrar algo específico en una ciudad tan grande,
se vuelve, de repente, bastante complejo. Hice memoria para ver si recordaba
haberme topado alguna vez con una ferretería, pero no hubo caso, soy tan reacio,
y poco habitué, a este tipo de comercio, que seguramente pasé miles de veces
por delante de una, sin prestar el más mínimo de atención. En el banco de la
Plaza Congreso me decidí a tomar un poco de aire, para concentrar los
pensamientos. Mandé un mensaje de texto a un compañero de trabajo, avisando que
llegaría un poco más tarde, para desligarme de todo compromiso que pusiese
trabas a mi labor.
Sin embargo el plan siguió
adelante, cada vez más impregnado del
natural goce, cínico, del crimen.
II
Nunca jamás hice nada por el
simple gusto de hacerlo. Existe una represión social que me obliga a utilizar
una careta de continua simulación. El deshacerme de ella, y mostrarme realmente
como soy, es lo más cerca que conozco de alcanzar la idea de felicidad. Con mi
plan, me saqué de encima, finalmente, el quedar bien frente a los demás, el
corresponder a las enseñanzas de mis padres, a cumplir fielmente la doctrina
del buen cristiano y honrado ciudadano, de ser el esposo fiel y trabajador que
mi mujer espera que sea, el padre ejemplar y el ciudadano obediente. Me saqué
de encima todo un mundo cruel y miserable que me ahoga, me cuarta, me paraliza
y no me deja crecen con las libertades individuales que merezco, y que me he
ganado por el simple hecho de pisar esta tierra, sin haber pedido hacerlo.
Porque si de algo estoy seguro, es que fui puesto en este mundo de manera
totalmente involuntaria y con una arbitrariedad que considero como un resultado
negativo. A qué Dios, o a qué religión, se le ocurre castigar a alguien, por
más pecados aberrantes haya hecho en el pasado, con una vida de ocho horas
diarias en una oficina del centro. Debo haber alcanzado la maldad de un Hitler,
de un Stalin, de un Bush, como para tener que soportar, de lunes a viernes, al
gris entorno que me rodea.
Pero el problema básicamente es
el trabajo, y el lugar donde se desarrolla, sumado incondicionalmente a las personas que
lo conforman. Ese es el verdadero problema, el sustancial suplicio, el
inaguantable leid motive de la cuestión.
III
No me hacía falta confirmar
el odio inexplicable que me provocaban todos esos individuos con los que
convivía a diario.
Llegué temprano, como
siempre, con el diario debajo del brazo y la música a todo volumen en los
auriculares. Antes de dejar las cosas sobre el escritorio, Raúl Castaño, que
llega aún más temprano que yo, me increpó sin siquiera dar los buenos días.
Comenzó a disertar sobre un problema que lo aquejaba, mientras que yo pensaba
lo poco que me importaba su inmunda vida y sus problemas imbéciles. Siempre con
esa puta costumbre de no dejarme llegar y ya estar rompiéndome las bolas. Lo
miré, sin emitir sonido, anote mentalmente lo mucho que se merecía ser parte de
mi plan, agarré mi taza y fui en busca de café. Sentado en el escritorio y con
el diario abierto en la sección policial, pensé en la próxima persona que me
acercaría a mi rechazada realidad de voluntad consiente, sacándome de mis
oscuras obsesiones.
Seguramente sería Raquel,
quien se pondría a relatar con prisa y sin pausa, todos los pensamientos que se
le cruzaran por la cabeza. Ella tenía la necesidad imperiosa del relato corto,
certero, en primera persona, sin adornos ni floreos y a un volumen suficiente
para que todo ser humano se enterase de los sahumerios que usaba para quitar el
olor a churrasco, de cómo y con qué producto limpiaba el piso, de cómo le
molestaban que los vecinos tiraran agua en su vereda, del perro, del gato, de
la comida, de cuando iba al baño, de cuando volvía y de todos los temas que
surcaban su vacía cabeza. Raquel sabía de bebes, de adolescentes de psicología,
pedagogía, mecánica, medicina, farmacología y yo creo que si alguna vez hubiese
salido un tema atómico, también hubiese aportado su certera opinión. ¿Puede ser
alguien tan insoportable? ¿Por qué carajo, me pregunto yo, querrá compartir
absolutamente todos sus pensamientos con el resto del mundo? Raquel confirma la
total ignorancia de los que opinan de todo. Lo único que me reconfortaba era
saber que al menos un hombre había zafado de semejante urraca parlanchina. Como
cabe esperar, Raquel es soltera.
Cada mañana tenía fuertes
intenciones de tomarla del cuello y apretar suavemente su glotis, hasta ahogar
paulatinamente el volumen de su estridencia.
Detrás de ella cruzaría la
puerta Atilio, con sus 110 kilos de absoluta ignorancia. Un tipo total e
íntegramente despreciable. Este es uno de los que más merece formar parte de mi
maquiavélico plan, y será uno de los primeros en caer. Cómo mierda puede estar
todo el puto día con el teléfono, hablando pelotudeces, sin hacer un carajo?
Atilio es un gordo mentiroso y fabulador, que proclama regimenes salvadores y
de canuto empuja la “ensaladita”, con un completo de milanesa. Le importa un
huevo el laburo y si te puede cagar, te caga desde arriba de un puente. Es tan
sorete que una vuelta me llevó a un asado y el muy hijo de remil puta me cobró
el viaje. El flaco García, sin conocerlo demasiado, le pidió guita y el turro
de Atilio le cobro intereses. Lo triste es que eran veinte mangos. ¡El Flaco
García! Otro pelotudo. Este seguro me vendría a romper los huevos a media
mañana. Ese es su horario, porque al mediodía, y después de escuchar la
quiniela, se echa a dormir, con la cabeza colgando y un hilo de baba que, de la
boca al piso, no se corta. Lo único que lo alejaba de su onírico mundo eran las
altas frecuencias de la voz de Noemí, hablando por el celular. Supongo que el
marido de esta última debe ser sordo. No comprendo como un ser humanos con sus
sentidos funcionando correctamente, pude tener tolerancia a una voz tan
insoportable. Sordo… y ciego, porque para cogerse semejante ballena también hay
que carecer de ese sentido. Ahora que pienso, sordo, ciego y retardado. El muy
papanatas, cada vez que no encuentra alguna cosa en la casa, llama a la
oficina. Cada media hora suena ese celular de mierda con música de series,
películas o videojuegos, a un volumen que imposibilita mantener en consonancia cualquier
tipo de pensamiento. De esta manera todos nos enteramos de dónde guardan los
calzoncillo, las toallas limpias, el paquete de yerba y de como se usa el
microondas y el lavarropas. Desafortunadamente, por una cuestión de lejanía y
falta de vínculo, el marido de Noemí no se vería afectado directamente en mí
accionar.
A eso de las 9 ya estaría
todo el zoológico completo, y ya sería imposible para mí, plegar un pensamiento
que esté por fuera de lo vulgar de esta existencia.
Luego llegaría el mediodía y
uno de los peores momentos del día. “El grupo de los cinco” se juntaría a comer
en un escritorio cercano y desde allí comentarían los programas de la noche
anterior y debatirían, sin sustento alguno, sobre fútbol, política y sociedad.
Nunca hay un cuestionamiento profundo ni un análisis coherente, cualquier detalle
se pasa por alto, simplemente es disertar generalidades repitiendo lo que se
escuchó en la tele. Este grupo de los cinco (no tengo idea de cómo se llaman)
son piezas seguras de mi listado.
Por la tarde llamaría
Mariela, una cuarentona cuyo coeficiente intelectual no alcanza el nivel de un
niño de seis años. Mariela es este tipo de persona que no cayó en la cuanta de
la edad que tiene… y mucho menos en el físico que posee. Se sigue vistiendo con
botas, minifaldas y blusas escotadas, cuando lo más apropiado sería un hábito
religioso. Ver la delgadez de sus piernas enfundadas en unas botas de caña alta
y una pollera que deja ver la escasez muscular de sus muslos, es como mínimo un
atentado al buen gusto y estética contemporánea. La muy puta llama todos los días para avisarme
que me envió un e-mail. La puta madre!!! O me llamás o me mandás un e-mail!!! Que
mierda me importa tu mail y tu entupida voz aniñada. Ojalá se le dé, y se pueda
sacar las ganas con el Narigón Peralta que tiene leche guardada desde la
convertibilidad. Boludo de mierda, ni la paja se hace. Todo el día con esa cara
de estar oliendo mierda, es tan obsesivo que cada vez que va al baño, bloquea
la computadora y cierra el cajón con llave, detalle que lo inclina a
preferencias homosexuales. ¿Me querés decir a quién carajo le puede importar lo
que hagas o dejes de hacer?!!! Lo peor es verlo comer. El muy animal no
mastica,… deglute y siempre deja restos de comida en el borde de los vasos
descartables. Un asco, más feo que un plato de flema.
Que el Narigón Peralta pueda
coger, es más difícil que querer cagar en un dedal. Una vez trajo a la novia y
la mina no servía ni para molde de “cuco”. A este y a Mariela les estoy
haciendo un bien al incluirlos en el plan. Les voy a acortar la injusticia de ser
como son.
Después estarían los
compañeros que no joden tanto, pero que por eso mismo rompen las guindas.
Violeta Gamarra y Fabián Roldan, tienen la misma gracia que un caracol con
artritis. Un potus colgado de una columna, tiene más simpatía que estas dos
momias. Son personas pertenecientes a un género inútil, cuyo análisis revela
inmediatamente su condición de innecesarios. Estos por ser tan muertos, tal vez
logren escapar de mis garras, pero no debo perder las esperanzas.
A la que me dolería perder es
a Marina. Ella es la única por la que cada día me sigo levantando para ir a la
oficina. Resignarme a su ausencia será una de las cosas más dolorosas, pero me
consuelo en pensar que la tristeza no deja marcas y pronto la terminaré
olvidando como todo buen recuerdo. Ella llega por la mañana y se va por la
tarde, habla lo justo y pregunta coherentemente lo necesario. Cruzamos dos o
tres miradas por día y nos saludamos de lejos como cómplices de un ilícito.
Nuestros cuerpos se acercan sólo en la máquina de café, oportunidad única para
ignorarnos mutuamente. No conozco sus problemas, ni ella los míos, nunca me
interesé por sus gustos, pero me basta con saber que cada mediodía, junto con
su ensalada, lee alguna novela. La última que tiene entre sus manos es “La niebla” de Miguel de Unamuno.
Como soy ajeno a su vida, me
resigne, ya hace tiempo, a que no forme parte de la mía. Sé que no es razón
para condenarla, pero es un punto de partida para cancelar toda esperanza y
construir melancólicamente las variantes de mi plan.
IV
Llegué temprano a casa. El
corazón me latía sincopado y mis sentimientos se encontraban enfrentados los
unos con los otros; por un lado una bestia oscura despertaba con una fuerza
poderosa y violenta; por el otro, una
especie de culpa se aferraba a mi conciencia, atormentándome con el rostro
angelical de Marina.
Saludé con un beso a Clara y
le revolví el pelo a Nacho. Sin mediar diálogo me dirigí directamente a la
cocina y coloqué la bolsa sobre la mesada. Clara, me preguntó sorprendida qué
era lo que llevaba con tanto misterio. Le dije que por la mañana había
encontrado varias cucarachas en el bajo mesada y me disponía a exterminarlas.
Para eso había comprado en la ferretería cuatro docenas de trampas venenosas.
Según me había informado el ferretero, la cucaracha entraba dentro del
dispositivo, donde estaba ubicado el cebo, comía del mismo y finalmente morían
en su nido. Sin advertirlo, el repugnante insecto llenaba su organismo con
arsénico, el cual cumplía su misión mortal al tiempo de ser ingerido, dándole
un final inesperado y miserable. Un crimen casi perfecto, siempre y cuando no
se dejaran huellas en la escena del crimen.
Me preocupé especialmente en
averiguar cuanto era la cantidad de veneno que contenía cada trampa, y compre
un número suficiente para poder alcanzar el porcentaje que necesitaba para mis
fines.
Una fuerza animal daba total
sentido a lo que haría y no me dejaba recapitular en mis planes. Pondría fin,
de una vez por todas, a aquel minúsculo micromundo que me aquejaba. El dolor y
el sufrimiento de un sin fin de horas laborales se verían resumidas en una
pequeña acción a tomar: “Dejar de prolongar la existencia sin sentido del
género humano que me rodeaba”. Todo este error en el que se había configurado
mi mundo, se vería abruptamente modificado. No me quedaría con la simple y
llana aceptación de un destino espantoso detrás de una computadora y con toda
esa gente que se había vuelto idiota de tanto levantar el teléfono y llenar
formularios. En algún momento, en algún lugar, se había cometido una
equivocación y no estaba dispuesto a aceptarlo. Transformarlo era mi obligación
y mi deber.
Usando la racionalidad, hice
frente a las contradicciones del sistema. Pasé toda la noche trabajando, con
una luz minúscula para no despertar a Clara y a Nacho. Quité los cebos con
arsénico uno a uno, con suma precaución, con especial silencio y volví a cerrar
las pequeñas trampas como si nada hubiese pasado. Cada gramo de arsénico me
hacía ver la belleza de un mundo desconocido, por el contrario, cada minuto
detrás del escritorio me señalaba la ridiculez de un porvenir atroz.
El trabajo era arduo y
complejo pero me hacía sentir como un héroe romántico frente a las tempestades
de la naturaleza. Le torcería el brazo a esa clase hegemónica empresarial que
me castigaba con sus instrumentos de represión. Y me vengaría de todos esos
seres miserables que actuaban en consecuencia para martirizar mi suplicio.
V
Presagiando lo que
acontecería, la oficina presentaba un silencio sepulcral. Involucrándome en su
fealdad, llevé adelante el primer paso del plan.
El señor Castaño me miró con
sorpresa, cuando en la mesa que está en el centro de la oficina, dejé dos
docenas de pastelitos. Qué festejamos? Me preguntó pluralizando una actividad
que jamás me hubiese gustado compartir con él. Le conteste que nada, que
simplemente eran pastelitos de dulce de batata que había hecho mi señora.
Desaté el paquete y me senté en mi escritorio como un inspector facultado para
hacer el mal. El poder absoluto sobre los demás era todo mío, dentro de esa
maquina infernal en donde me tenían aprisionado. Pasé de ser vigilado y
castigado, a ser el encargado de repartir, “mi” propia justicia divina.
Ninguna de las personas que
se incluían en mi lista, esquivo el dulce néctar de los pastelitos de dulce de
batata. Uno a uno fueron pasando, delante de mí, sin sospechar la procedencia
ni la carga maligna de cada bocado.
El absurdo dulzor de la
batata intervendría rápidamente provocando un desencadenamiento voluntario
hacia la desenfrenada gula. Lo que haría que sigan comiendo, una y otra vez,
hasta que el torrente sanguíneo se viera colapsado con la inofensiva glucosa
que transportaba el insípido veneno.
Algunos tomaban de a dos
pastelitos por vez, mientras me miraban a los ojos agradecidos por mi
generosidad. Proletarios parásitos
sociales, miserables seres rastreros, ratas almizclaras, en breve sólo serían
un triste recordatorio en una lápida. De a poco los glóbulos rojos y blancos se
reducirían en su producción, la fatiga aumentaría, y el ritmo cardíaco
modificaría su normalidad. La funciones nerviosas se alterarían hasta alcanzar
un punzante hormigueo en las manos y en los píes. Con el transcurso de las
horas el mal estaría desatado. Los aquejaría una insoportable sed, continuando
con una irrefrenable salivación. Se retorcerían por los cólicos y el baño sería
su nuevo hábitat, debido a la constante diarrea. Hasta que finalmente una
parálisis restringiría cualquier tipo de movimiento, para que la muerte los
encuentre totalmente indefensos.
Una satisfacción
inconmensurable me invadió al imaginar el fin total de ese grotesco
conglomerado superficial, banal y sin sentido. Finalmente acabaría con ese
aplastante género humano, que se había reunido a mí alrededor como una secta,
como una cofradía con gustos y costumbres semejantes, y al que tanto detestaba.
Nada me hacía tan feliz como terminar con el asco personal que sentía por
pertenecer a ese grupo.
La culpa llegaría más tarde y
sólo por incluir a Marina en tan infernal aquelarre. Pero que importancia tenía?
Simplemente la felicidad está siempre rodeada de sin sabores y penas. Ya
tendría tiempo, más tarde, de llorar en silencio.
Por Matías Comicciolli 18/08/2011