Catalina lo mira. Piensa cómo se lo va a
decir, qué palabras va a utilizar. Lo único que le preocupa es no hacerlo
sufrir demasiado. Tal vez un poco, lo suficiente para que crezca el rencor en
él, y así se le haga más fácil olvidarla.
Las
miradas van y vienen, el silencio se hace dueño de la situación. Catalina
levanta los ojos, vuelve a mirarlo, ya esta casi decidida a comenzar con su
discurso, pero a último momento la cobardía se hace nudo en su garganta, y las
palabras se ahogan en un suspiro.
Tomás
espera impaciente que Catalina hable. La excusa de encontrarse a esa hora y en
ese lugar lo tiene algo preocupado. Intuye no muy buenas noticias. Con una
ramita, hace dibujos en la tierra reseca. Espirales interminables, grandes y
pequeños, codifican esos segundos de silencio.
Mientras
el tiempo transcurre como arena deslizándose entre los dedos, en la cabeza de
Catalina comienzan a articularse las palabras que espera poder decir. Todas le
parecen pura demagogia de sus sentimientos. No encuentra la frase adecuada para
que la separación sea menos dolorosa, o lo suficientemente dolorosa. En su cara se reflejaba la angustia de no
poder decir lo que siente. Tomás es para ella lo más importante, el pilar de su
vida, la persona que siempre esta cuando necesita, es su amigo, su confidente,
su compañero. Nada puede sustituir el amor que se sienten el uno al otro, ya
que uno no existe sin el otro. Estruja con fuerza el boleto de su último viaje
en colectivo. Viaje que la llevó hasta ahí. El pequeño bollito de papel cae de
sus manos, da unos cuantos rebotes en el suelo y se acomoda voluntariamente en
uno de los espirales de Tomás. Ella alcanza a escuchar cada uno de los sonidos
imperceptibles que produce el acontecimiento.
Es
preciso decir algo, comenzar de una vez con su propósito, está decidida, el
silencio se rompe por fin, y de los labios de Catalina se escapa la sinceridad
más profunda.
Por Matías Comicciolli.
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