“Algunos habían logrado
Aprender el camino…”
-José Saramago-
No logro recordar con exactitud,
pero creo que de este acontecimiento ya han pasado más de diez años. Los
recuerdos vuelven a mi mente teñidos por la bruma que provoca el paso del tiempo.
Su rostro (como hoy lo recuerdo) era austero, delgado, casi tenebroso. Su
mirada tenía la proyección infinita de dos cuencas vacías, que una vez fijada
en algún punto del espacio infundían un terror pavoroso.
Mi
primera visita fue con la excusa de entrevistarlo para una revista
universitaria, así pase algún tiempo. Luego lo visitaba (o trataba de
visitarlo) alrededor de tres veces por semana. No comprendía, no encontraba una
lógica razonable para explicar como un hombre de tanto talento no pudiera tener
ningún recuerdo. Para hablar con mayor propiedad de esta historia, diré que en
realidad si tenía recuerdos, el problema recaía en que Eduardo Arieta no podía
retrotraer esos recuerdos a su presente.
Las
charlas al comienzo fueron más que improductivas ya que nada recordaba de su
larga trayectoria como pianista. Arieta había quedado, después del accidente,
como una gran tabla rasa, como una hoja en blanco, su pasado esta tapado por un
gran muro de piedra, preguntarle a Eduardo por este, era infundirle la
desesperación que deja lo vacuo en la mente, de digamos por caso, de los
poetas.
El
accidente aparte de haber matado a su esposa Margarita, había apagado la luz de
sus ojos y de su alma. Algo así como cuando alguien apaga la luz luego de haber
cerrado un libro que lo desvelo hasta altas horas de la madrugada y decide
descansar hasta el alba brindándose a un sueño tranquilo, Eduardo practicaba
una acción similar, con la diferencia que su sueño era irreversiblemente largo.
Meses
y meses habían pasado y no lograba siquiera levantarlo de la cama. La elite
cultural (tan cínica e hipócrita como siempre) que tanto lo aplaudió en los
conciertos de Roma, Londres y Nueva York ya lo había olvidado. En su propio
país solo era un recuerdo vetusto de un pianista glorioso, mientras yo buscaba
incansablemente la forma de traerlo al mundo de los vivos.
Sus
palabras una tarde fueron fulminantes – No logro recordar nada – me dijo con la
vista clavada en el infinito. Por más esfuerzo que hago solo veo la silueta
borrosa, entre tinieblas de una mujer,
¿Quién es? Por Dios decime.
Notaba
que su mente se perturbaba aún más cuando trataba inútilmente de recordar.
Buscaba incansable en el pasado de su memoria pero solo encontraba a un hombre
postrado y ciego en una cama. El registro de su realidad estaba enfocado en un
punto de vista obsoleto y estancado.
Mis
visitas, llegado este punto, estaban teñidas de la más cruel de la piedades,
sentía lastima por él y por la cruz que llevaba involuntariamente al haber
perdido el derecho a la memoria, y pensaba (quizás de una manera un poco
egoísta) que ese hombre no solo había
perdido su pasado al no poder recurrir a su memoria, sino también su futuro,
valor irreconstruible sin el arraigo al pasado.
La
noche era terriblemente oscura y fría y yo estaba a punto de retirarme de casa
de Arieta cuando encontré en la biblioteca un disco de Schumann. Inmediatamente
recordé que alguien, alguna vez me había prestado algún tratado de psicología,
el cual estaba enfocado en cómo la conmoción creada por algún tipo de
estimulación crea un vinculo directo entre la persona y su voluntad
(sinceramente hoy tengo que reconocer que ese tratado de psicología hablaba de
cualquier cosa menos de eso), pero lo importante es que funciono.
En
el instante en que comenzó a sonar el concierto en mi menor opus
cincuenticuatro de Schumann, los dedos de Eduardo Arieta acompañaron los
sonidos del piano sobre la sabanas, la mímica era perfecta, su rostro mantenía
una expresión de asombro y alegría, sin dejar de mover los dedos puso los pies
en el suelo una fuerza voluntaria parecía que lo estuviese moviendo desde un
mundo paralelo, me buscó entre su oscuridad y mi asombro, me tomó por los
hombros y me grito en la cara….!Margarita, ella es Margarita¡
Recuerdo
como de una forma inacabable se iban sucediendo los discos y con ellos volvían
los recuerdos a la cabeza de Arieta, era como si devolvieran el agua a un
estanque vacío y pienso que hoy me esta pasando lo mismo al leer este artículo
del diario; “Murió el gran pianista Eduardo Arieta. La enfermera que lo cuido
hasta el último momento contó de forma exclusiva para este medio que encontró a
Eduardo plácidamente en su cama escuchando uno de sus conciertos favoritos de
Schumann”.
Por Matías Comicciolli.
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