
La escena es la misma que la de ayer, e igual a la de mañana. Las cosas se plantean nebulosas, casi como en sueños. Ahí me acordé de Marechal: “El día es como un pájaro amaestrado, viene cada doce horas al mundo y por el mismo rincón del globo y nos encaja su eterna conciencia; o más bien un maestro pedante, con su bonete de sol y su abecedario de cosas largamente sabidas”.
Ni maestro ni sabiondo, era el tipo de la antorcha sin laureles, de partidos sin botines y de saber sin prácticas.
Y así me lo encontré, peleando contra los molinillos de café. Su lanza en alto destacaba su firmeza frente al mundo, y su nariz justificaba la validez de mis palabras.
-Esto es una selva de ruidos- me dijo mientras metía la ficha- Lo importante es no perder el horizonte.
Que maravillosa visión, loca y poética, me mostraba El Hidalgo Don Quijote de sus destinos posibles.
Mientras esperaba que la mecánica, inefable, le escupiese el café, puso su lanza a un costado y leí en su pensamiento la naturaleza divina del origen absoluto.
- Sabés lo que pasa- me dijo sin mirarme- lo importante es no perder del todo: ni la locura, ni las mañas. Esos son atributos divinos.
Revolviendo el potaje con esa cuchara plástica, que poco tiene de cuchara y absolutamente todo de plástica, afirmó un principio básico de la existencia cotidiana. “Nunca tenés que perder lo que fuiste y reencontrate siempre con ese adolescente que poco sabía de casi nada y así podés llegar a ser un viejo cósmico, danzarín y estelar. Y no importa demasiado si tu alma pende de un hilo ¿A caso alguien sabe el grosor de su cuerda? El corazón redobla y late cronometralmente. Dale ¡carajo! ese ritmo sincopado que te haga vivir”.
El café se resumía en un final espumoso y el Quijote no dejaba escapar ninguna posible Dulcinea. Al terminar su café, siguió camino en busca de otros molinos con quien poderse enfrentar. Yo quedé solo, creyendo en la nada misma.