jueves, 31 de julio de 2014

“En cinco minutos levántate María” de Pablo Ramos.

Lo primero que tengo para decir, es que este libro cierra la trilogía que comenzó con “El origen de la tristeza” (ya recomendado en este sitio) y continua con “La ley de la ferocidad” (no leído aún por quien escribe) “pero te falta el del medio” me van a decir. Bueno sí, me falta una parte importante de esta historia casi biográfica que presenta Pablo Ramos, pero “En cinco minutos levántate María” se puede leer perfectamente sin necesidad determinante de sus dos predecesores.
La historia recorre la vida de una mujer que una madrugada de insomnio decide regalarse cinco minutos más en la cama. Es a partir de ahí que comienza un fluir de la conciencia que, en la oscuridad de la noche, repasa toda su vida. Su matrimonio, sus hijos, su trabajo. Los fantasmas van aumentando en el transcurso del relato, haciendo aparecer la nostalgia de una infancia austera pero feliz, de las elecciones tomadas, los errores y el silencio de una mujer sometida por los marcos históricos que le tocó vivir. De esta manera el libro muestra una infinidad de escenas que vivimos o que vivieron nuestros padres y abuelos, pero que aún tenemos arraigadas en nuestra memoria. Los domingos, la familia, la suegra italiana, las peleas políticas, el peronismo, el antiperonismo, el fútbol. Claro que también hay en su vida otro tipo de momentos, y que también son recordados dentro de esos cinco minutos.
Lo asombroso es ver como Ramos se pone en la piel de una mujer mayor, para escribir en primera persona. Es impecable como en ningún momento se corre de ese personaje y logra reflejar sus sentimientos, esperanzas y frustraciones. Ramos escribe desde una mujer, desde la conciencia de una mujer que añora el pasado lejano, y que la vida fue golpeando poco a poco hasta que decide regalarse cinco minutos antes de levantarse.
El libro es duro, profundo y por momentos desgarrador, pero a la vez no pierde lo humorístico ni lo mágico.  Me encontré en más de una oportunidad con ese nudo en la garganta que presagia el llanto inminente, pero que supe contener gracias a que el relato no es sensiblero sino sensible y con giros inesperados nos saca de la situación de quedar como llorones arriba del tren.

Si ya leyeron a Ramos sabrán de lo que hablo, si aún no lo hicieron, les recomiendo que no se pierdan a este escritor que tan bien (y también) nos muestra la vida de un mundo suburbano intenso y emotivo.

Por Mtías Comicciolli. 

Que no falte ninguno. (Relato)


Y claro, como siempre al Misil no le dan ni cinco de bola. Lo peor de esto es que cuando vuelva a reinar en nuestro país un régimen con carácter neoliberal y las empresas vuelvan a cerrar sus puertas y la economía sea una fiesta para unos pocos, nadie se va a acordar de este otario que casi nunca se juega el pellejo y casi nunca da un consejo, pa ayudar en lo que sea cuando llegue la ocasión. Y si de ocasiones hablamos, no puedo dejar pasar que gracias al pertinente día que se avecina, vuelven otra vez las dudas, los por menores y las limaduras de asperezas que reinan dentro de un sin fin de actividad que se podrían llegar a realizar, siempre y cuando amerite la concurrencia de comensales prostibularios dentro de un número cuantificablemente aceptables. Pero claro, al pelotudo este, más ahora que tiene rulos, no le vamos a dar la razón jamás. ¿Por qué? Porque dentro de un gobierno democrático, con instituciones incorruptibles y con sistemas económicos que lejos de derivarnos en la más absoluta dictadura del proletariado, hace que la mayoría, por el sólo hecho de ser mayoría, tenga razón. ¡Coma caca señora… miles de moscas no puedes estar equivocadas!
En fin se acuerdan cuando hace nada más y nada menos que un año escribía estas humildísimas líneas para ustedes:
Para cuando? Viernes o sábado? Es una pregunta bastante pelotuda teniendo en cuenta que el día determinado socialmente e impuesto de forma casi obligatoria por todo tipo de actividad económica consumista que rige esta inmunda sociedad capitalista que nos tocó transitar es el viernes pero que a la vez la situación laboral empresarial de muchos de los integrantes de esta paupérrima banda mantiene y sostiene sus actividades persecutorias de bienes económicas los sábados por la mañana la pregunta primigenia de todo este discurso necesario y fatalista toma cierta envergadura ya que para solventar a dichas personas el día o la reunión antes mencionada podría pasarse al día posterior al convencionalmente instaurado y de esta manera poder escaviar como negros hijos de remil puta que somos y si no me para alguien sigo escribiendo hasta que se me gasten les dedos porque no quiero usar comas ni ningún tipo de signo de puntuación
Bueno debido a la injerencia de estas palabras, que lo único que trataban era de poner en una misma condición de igualdad a toda la masa proletaria que integra este grupo de personas, y que sobre todo, no debe nunca olvidar su condición de clase dentro de la estructura previamente determinada por el acceso a la tecnología, la cultura y la educación. Bueno, por ese simple y obsoleto acto de justicia popular recibí las quejas colectivas de más de un miembro del equipo etílico, con proclamas que rezaban: "El día del amigo se festeja el día del amigo" o "No seas papalardo y sentarte en el pelado" y un sin fin de demás obscenidades que caían directamente hacia mi persona y fundamentalmente hacia mi sexualidad, estado civil y gustos intelectuales.
Bien, resulta que ahora dentro del marco  de una estrategia mediática planificada con anterioridad por grupos de inteligencia que todavía se desconoce su paradero, no sólo que se modificaron el tradicional día de festejo, sino que también lo trasladaron hacia el mediodía del día inmediatamente anterior al que se recuerda la desaparición física del queridísimo Negro Fontanarrosa.
Con que tupe los grupo dominantes, por no hablar de sectores de influencia ideológica, logran banalizar las costumbres ancestrales en beneficio propio y con el único fin de perseguir beneficios económicos, anque amorosos.
En fin, esta clase combativa ya se acostumbró a la desazón la tristeza, la injuria, la melancolía, el hastío y el fastidio del manoseo capitalista, imperialista, neoliberal, patronal y sojero de los dueños de los medios de producción.
Pero no importa, ahí estaré, en el galpón que siempre nos cobija, con la barba más larga que la de Gutiérrez, con los rulos más ensortijados que los del Pibe Valderrama, con un peso específico en constante aumento y ganado a fuerza de bondiola al pan y compota de orejones, con una sed de beduino enano y levantando siempre la bandera de los temas con tres acordes, de la ensalada mixta, del inflador a pedal, de no lavarse los dientes después de comer pesto y de olerse los bigotes al final de dos de anchoas.
Gracias a todos aquellos que llegaron al final de estas líneas.

Nos vemos el pre-día del amigo.

Por Matías Comicciolli. 16/7/08 

miércoles, 30 de julio de 2014

“Elefante blanco” de Pablo Trapero.


El cine de Trapero es bueno. Puede gustar más o menos. Interesar mucho o poco. Caer bien o caer mal. Pero la realización es indiscutible. “Elefante blanco” no es la excepción. Como tampoco lo es “Carancho” o “Leonera”.
En esta oportunidad, como en la anterior, la historio es dura. Cruda. Desgarradora. Se cuenta del trabajo en las villas de un grupo de curas, Ricardo Darín,  Jérémie Reñiré y una asistente social Martina Gusman. Los tres están muy bien en los distintos papeles, aunque por momentos sentimos que ya vimos lo que estamos viendo.
La forma en que es contada la historio esta muy bien, como así también la ambientación. Otro punto destacado es el trabajo que hace el director (en todos sus films) con los actores no profesionales. El peligro que corre siempre Trapero al usar este tipo de actores, es que una mala actuación nos saque del relato y que comencemos a ver la historia como una simple narración externa. Tal vez en “Leonera” pasaba esto con más frecuencia. En el caso de “Elefante blanco” todas las actuaciones “no profesionales” son impecables, logrando de esta manera un fluir continuo y parejo de lo que se está contando.
Al conocer, de antemano, el cine de Trapero ya tenemos varios datos previos que sabemos que no van a cambiar. Quiero decir: la película no sorprende y si vimos los finales fuertes que tienen “Leonera” y “Carancho” especulamos que este no va a ser muy distinto (y acertamos en la especulación) Por esta razón es que al salir del cine mastiqué una sensación de “capítulo” o “final de trilogía” en lugar de “la nueva película de trapero”.
Lo que sí, siempre entusiasma, o a mi me entusiasma, es ese tipo de historia marginal que “muestra” y no “condena”. No hay en film juicios de valor, simplemente se muestran temáticas fuertes y profundas como el de los narcos dentro de la villa, los vecinos que nada tienen que ver con ese narcotráfico, la iglesia dentro y fuera de la villa, el trabajo social, la corrupción y la burocracia de la política. Dentro de este concepto los tres protagonistas tratarán, en pose un poco romántica para mi gusto, de revertir esas condiciones de existencia a la vez que luchan con sus propios problemas personales (obvio!!!)

Volviendo al comienzo. “Elefante blanco” puede gustar más o menos, pero da gusto ver una realización nacional de esta calidad con escenas bien logradas y una puesta más que interesante. A ver “cine argentino”!!!

Por Matías Comicciolli. 

Pastelitos. (Cuentos)

INSTRUCCIONES


El siguiente es el relato de un crimen. Como tal, consta de diferentes partes o episodios que conforman la trama de la historia. Si el lector se considera un amante clásico de este tipo de género, podrá leerlo de manera tradicional. Es decir; comenzando por el capitulo I, continuando por el II y así hasta llegar al final, donde el crimen es cometido, o no.
Si el lector es muy ansioso y no puede esperar el desenlace tendrá que leer los capítulos de la siguiente manera: V, III, II, I y IV.
En cambio si al lector le interesan más los móviles que el crímenes en sí, tendrá que ordenar los capítulos comenzando por el III, y siguiendo por el I, II, IV y V.
Finalmente, si el lector posee un alma creativa, ordenará los capítulos de la manera que más le guste.



No tiene color, ni sabor, ni olor, por lo tanto
no se puede detectar si está presente en el agua,
comida, o aire.


I

Es un hecho espantoso, pero a la vez es verdad.
Siempre he intentado, con frustrados resultados, modificar este estado de existencia. O por lo menos eso es lo que creo. Por esta razón ya estaba resignado a la espera incomprensible y desamparada que pone término a nuestro paso transitorio. En fin, uno puede luchar contra esto o dedicarse a aceptarlo, con integridad e hidalguía, simulando una costumbre crónica que podría asemejarse a la vulgar felicidad.
Decididamente estaba preparado y convencido de terminar la historia de esta manera, pero un involuntario recuerdo de “Crimen y castigo”, sumado a los estridentes acordes de “Hell Bell´s” de AC/DC, se configuraron ante mí, para manifestarse como una epifanía salvadora. El asesinato masivo es el mejor pretexto que encuentro para transformar mi miserabilidad cotidiana en un hecho honroso.
Me bajé del colectivo con la idea bastante clara, y en lugar de caminar hasta el kiosco de diarios, modifiqué el recorrido para buscar una ferretería. Encontrar algo específico en una ciudad tan grande, se vuelve, de repente, bastante complejo. Hice memoria para ver si recordaba haberme topado alguna vez con una ferretería, pero no hubo caso, soy tan reacio, y poco habitué, a este tipo de comercio, que seguramente pasé miles de veces por delante de una, sin prestar el más mínimo de atención. En el banco de la Plaza Congreso me decidí a tomar un poco de aire, para concentrar los pensamientos. Mandé un mensaje de texto a un compañero de trabajo, avisando que llegaría un poco más tarde, para desligarme de todo compromiso que pusiese trabas a mi labor.
Sin embargo el plan siguió adelante, cada vez más impregnado  del natural goce, cínico, del crimen.

II

Nunca jamás hice nada por el simple gusto de hacerlo. Existe una represión social que me obliga a utilizar una careta de continua simulación. El deshacerme de ella, y mostrarme realmente como soy, es lo más cerca que conozco de alcanzar la idea de felicidad. Con mi plan, me saqué de encima, finalmente, el quedar bien frente a los demás, el corresponder a las enseñanzas de mis padres, a cumplir fielmente la doctrina del buen cristiano y honrado ciudadano, de ser el esposo fiel y trabajador que mi mujer espera que sea, el padre ejemplar y el ciudadano obediente. Me saqué de encima todo un mundo cruel y miserable que me ahoga, me cuarta, me paraliza y no me deja crecen con las libertades individuales que merezco, y que me he ganado por el simple hecho de pisar esta tierra, sin haber pedido hacerlo. Porque si de algo estoy seguro, es que fui puesto en este mundo de manera totalmente involuntaria y con una arbitrariedad que considero como un resultado negativo. A qué Dios, o a qué religión, se le ocurre castigar a alguien, por más pecados aberrantes haya hecho en el pasado, con una vida de ocho horas diarias en una oficina del centro. Debo haber alcanzado la maldad de un Hitler, de un Stalin, de un Bush, como para tener que soportar, de lunes a viernes, al gris entorno que me rodea.
Pero el problema básicamente es el trabajo, y el lugar donde se desarrolla,  sumado incondicionalmente a las personas que lo conforman. Ese es el verdadero problema, el sustancial suplicio, el inaguantable leid motive de la cuestión.

III

No me hacía falta confirmar el odio inexplicable que me provocaban todos esos individuos con los que convivía a diario.
Llegué temprano, como siempre, con el diario debajo del brazo y la música a todo volumen en los auriculares. Antes de dejar las cosas sobre el escritorio, Raúl Castaño, que llega aún más temprano que yo, me increpó sin siquiera dar los buenos días. Comenzó a disertar sobre un problema que lo aquejaba, mientras que yo pensaba lo poco que me importaba su inmunda vida y sus problemas imbéciles. Siempre con esa puta costumbre de no dejarme llegar y ya estar rompiéndome las bolas. Lo miré, sin emitir sonido, anote mentalmente lo mucho que se merecía ser parte de mi plan, agarré mi taza y fui en busca de café. Sentado en el escritorio y con el diario abierto en la sección policial, pensé en la próxima persona que me acercaría a mi rechazada realidad de voluntad consiente, sacándome de mis oscuras obsesiones.
Seguramente sería Raquel, quien se pondría a relatar con prisa y sin pausa, todos los pensamientos que se le cruzaran por la cabeza. Ella tenía la necesidad imperiosa del relato corto, certero, en primera persona, sin adornos ni floreos y a un volumen suficiente para que todo ser humano se enterase de los sahumerios que usaba para quitar el olor a churrasco, de cómo y con qué producto limpiaba el piso, de cómo le molestaban que los vecinos tiraran agua en su vereda, del perro, del gato, de la comida, de cuando iba al baño, de cuando volvía y de todos los temas que surcaban su vacía cabeza. Raquel sabía de bebes, de adolescentes de psicología, pedagogía, mecánica, medicina, farmacología y yo creo que si alguna vez hubiese salido un tema atómico, también hubiese aportado su certera opinión. ¿Puede ser alguien tan insoportable? ¿Por qué carajo, me pregunto yo, querrá compartir absolutamente todos sus pensamientos con el resto del mundo? Raquel confirma la total ignorancia de los que opinan de todo. Lo único que me reconfortaba era saber que al menos un hombre había zafado de semejante urraca parlanchina. Como cabe esperar, Raquel es soltera.
Cada mañana tenía fuertes intenciones de tomarla del cuello y apretar suavemente su glotis, hasta ahogar paulatinamente el volumen de su estridencia.
Detrás de ella cruzaría la puerta Atilio, con sus 110 kilos de absoluta ignorancia. Un tipo total e íntegramente despreciable. Este es uno de los que más merece formar parte de mi maquiavélico plan, y será uno de los primeros en caer. Cómo mierda puede estar todo el puto día con el teléfono, hablando pelotudeces, sin hacer un carajo? Atilio es un gordo mentiroso y fabulador, que proclama regimenes salvadores y de canuto empuja la “ensaladita”, con un completo de milanesa. Le importa un huevo el laburo y si te puede cagar, te caga desde arriba de un puente. Es tan sorete que una vuelta me llevó a un asado y el muy hijo de remil puta me cobró el viaje. El flaco García, sin conocerlo demasiado, le pidió guita y el turro de Atilio le cobro intereses. Lo triste es que eran veinte mangos. ¡El Flaco García! Otro pelotudo. Este seguro me vendría a romper los huevos a media mañana. Ese es su horario, porque al mediodía, y después de escuchar la quiniela, se echa a dormir, con la cabeza colgando y un hilo de baba que, de la boca al piso, no se corta. Lo único que lo alejaba de su onírico mundo eran las altas frecuencias de la voz de Noemí, hablando por el celular. Supongo que el marido de esta última debe ser sordo. No comprendo como un ser humanos con sus sentidos funcionando correctamente, pude tener tolerancia a una voz tan insoportable. Sordo… y ciego, porque para cogerse semejante ballena también hay que carecer de ese sentido. Ahora que pienso, sordo, ciego y retardado. El muy papanatas, cada vez que no encuentra alguna cosa en la casa, llama a la oficina. Cada media hora suena ese celular de mierda con música de series, películas o videojuegos, a un volumen que imposibilita mantener en consonancia cualquier tipo de pensamiento. De esta manera todos nos enteramos de dónde guardan los calzoncillo, las toallas limpias, el paquete de yerba y de como se usa el microondas y el lavarropas. Desafortunadamente, por una cuestión de lejanía y falta de vínculo, el marido de Noemí no se vería afectado directamente en mí accionar.
A eso de las 9 ya estaría todo el zoológico completo, y ya sería imposible para mí, plegar un pensamiento que esté por fuera de lo vulgar de esta existencia.
Luego llegaría el mediodía y uno de los peores momentos del día. “El grupo de los cinco” se juntaría a comer en un escritorio cercano y desde allí comentarían los programas de la noche anterior y debatirían, sin sustento alguno, sobre fútbol, política y sociedad. Nunca hay un cuestionamiento profundo ni un análisis coherente, cualquier detalle se pasa por alto, simplemente es disertar generalidades repitiendo lo que se escuchó en la tele. Este grupo de los cinco (no tengo idea de cómo se llaman) son piezas seguras de mi listado.
Por la tarde llamaría Mariela, una cuarentona cuyo coeficiente intelectual no alcanza el nivel de un niño de seis años. Mariela es este tipo de persona que no cayó en la cuanta de la edad que tiene… y mucho menos en el físico que posee. Se sigue vistiendo con botas, minifaldas y blusas escotadas, cuando lo más apropiado sería un hábito religioso. Ver la delgadez de sus piernas enfundadas en unas botas de caña alta y una pollera que deja ver la escasez muscular de sus muslos, es como mínimo un atentado al buen gusto y estética contemporánea.  La muy puta llama todos los días para avisarme que me envió un e-mail. La puta madre!!! O me llamás o me mandás un e-mail!!! Que mierda me importa tu mail y tu entupida voz aniñada. Ojalá se le dé, y se pueda sacar las ganas con el Narigón Peralta que tiene leche guardada desde la convertibilidad. Boludo de mierda, ni la paja se hace. Todo el día con esa cara de estar oliendo mierda, es tan obsesivo que cada vez que va al baño, bloquea la computadora y cierra el cajón con llave, detalle que lo inclina a preferencias homosexuales. ¿Me querés decir a quién carajo le puede importar lo que hagas o dejes de hacer?!!! Lo peor es verlo comer. El muy animal no mastica,… deglute y siempre deja restos de comida en el borde de los vasos descartables. Un asco, más feo que un plato de flema.
Que el Narigón Peralta pueda coger, es más difícil que querer cagar en un dedal. Una vez trajo a la novia y la mina no servía ni para molde de “cuco”. A este y a Mariela les estoy haciendo un bien al incluirlos en el plan. Les voy a acortar la injusticia de ser como son.
Después estarían los compañeros que no joden tanto, pero que por eso mismo rompen las guindas. Violeta Gamarra y Fabián Roldan, tienen la misma gracia que un caracol con artritis. Un potus colgado de una columna, tiene más simpatía que estas dos momias. Son personas pertenecientes a un género inútil, cuyo análisis revela inmediatamente su condición de innecesarios. Estos por ser tan muertos, tal vez logren escapar de mis garras, pero no debo perder las esperanzas.
A la que me dolería perder es a Marina. Ella es la única por la que cada día me sigo levantando para ir a la oficina. Resignarme a su ausencia será una de las cosas más dolorosas, pero me consuelo en pensar que la tristeza no deja marcas y pronto la terminaré olvidando como todo buen recuerdo. Ella llega por la mañana y se va por la tarde, habla lo justo y pregunta coherentemente lo necesario. Cruzamos dos o tres miradas por día y nos saludamos de lejos como cómplices de un ilícito. Nuestros cuerpos se acercan sólo en la máquina de café, oportunidad única para ignorarnos mutuamente. No conozco sus problemas, ni ella los míos, nunca me interesé por sus gustos, pero me basta con saber que cada mediodía, junto con su ensalada, lee alguna novela. La última que tiene entre sus manos es “La niebla” de Miguel de Unamuno.
Como soy ajeno a su vida, me resigne, ya hace tiempo, a que no forme parte de la mía. Sé que no es razón para condenarla, pero es un punto de partida para cancelar toda esperanza y construir melancólicamente las variantes de mi plan.


IV


Llegué temprano a casa. El corazón me latía sincopado y mis sentimientos se encontraban enfrentados los unos con los otros; por un lado una bestia oscura despertaba con una fuerza poderosa y  violenta; por el otro, una especie de culpa se aferraba a mi conciencia, atormentándome con el rostro angelical de Marina.
Saludé con un beso a Clara y le revolví el pelo a Nacho. Sin mediar diálogo me dirigí directamente a la cocina y coloqué la bolsa sobre la mesada. Clara, me preguntó sorprendida qué era lo que llevaba con tanto misterio. Le dije que por la mañana había encontrado varias cucarachas en el bajo mesada y me disponía a exterminarlas. Para eso había comprado en la ferretería cuatro docenas de trampas venenosas. Según me había informado el ferretero, la cucaracha entraba dentro del dispositivo, donde estaba ubicado el cebo, comía del mismo y finalmente morían en su nido. Sin advertirlo, el repugnante insecto llenaba su organismo con arsénico, el cual cumplía su misión mortal al tiempo de ser ingerido, dándole un final inesperado y miserable. Un crimen casi perfecto, siempre y cuando no se dejaran huellas en la escena del crimen.
Me preocupé especialmente en averiguar cuanto era la cantidad de veneno que contenía cada trampa, y compre un número suficiente para poder alcanzar el porcentaje que necesitaba para mis fines.
Una fuerza animal daba total sentido a lo que haría y no me dejaba recapitular en mis planes. Pondría fin, de una vez por todas, a aquel minúsculo micromundo que me aquejaba. El dolor y el sufrimiento de un sin fin de horas laborales se verían resumidas en una pequeña acción a tomar: “Dejar de prolongar la existencia sin sentido del género humano que me rodeaba”. Todo este error en el que se había configurado mi mundo, se vería abruptamente modificado. No me quedaría con la simple y llana aceptación de un destino espantoso detrás de una computadora y con toda esa gente que se había vuelto idiota de tanto levantar el teléfono y llenar formularios. En algún momento, en algún lugar, se había cometido una equivocación y no estaba dispuesto a aceptarlo. Transformarlo era mi obligación y mi deber. 
Usando la racionalidad, hice frente a las contradicciones del sistema. Pasé toda la noche trabajando, con una luz minúscula para no despertar a Clara y a Nacho. Quité los cebos con arsénico uno a uno, con suma precaución, con especial silencio y volví a cerrar las pequeñas trampas como si nada hubiese pasado. Cada gramo de arsénico me hacía ver la belleza de un mundo desconocido, por el contrario, cada minuto detrás del escritorio me señalaba la ridiculez de un porvenir atroz.
El trabajo era arduo y complejo pero me hacía sentir como un héroe romántico frente a las tempestades de la naturaleza. Le torcería el brazo a esa clase hegemónica empresarial que me castigaba con sus instrumentos de represión. Y me vengaría de todos esos seres miserables que actuaban en consecuencia para martirizar mi suplicio.

V


Presagiando lo que acontecería, la oficina presentaba un silencio sepulcral. Involucrándome en su fealdad, llevé adelante el primer paso del plan.
El señor Castaño me miró con sorpresa, cuando en la mesa que está en el centro de la oficina, dejé dos docenas de pastelitos. Qué festejamos? Me preguntó pluralizando una actividad que jamás me hubiese gustado compartir con él. Le conteste que nada, que simplemente eran pastelitos de dulce de batata que había hecho mi señora. Desaté el paquete y me senté en mi escritorio como un inspector facultado para hacer el mal. El poder absoluto sobre los demás era todo mío, dentro de esa maquina infernal en donde me tenían aprisionado. Pasé de ser vigilado y castigado, a ser el encargado de repartir, “mi” propia justicia divina.
Ninguna de las personas que se incluían en mi lista, esquivo el dulce néctar de los pastelitos de dulce de batata. Uno a uno fueron pasando, delante de mí, sin sospechar la procedencia ni la carga maligna de cada bocado.
El absurdo dulzor de la batata intervendría rápidamente provocando un desencadenamiento voluntario hacia la desenfrenada gula. Lo que haría que sigan comiendo, una y otra vez, hasta que el torrente sanguíneo se viera colapsado con la inofensiva glucosa que transportaba el insípido veneno.
Algunos tomaban de a dos pastelitos por vez, mientras me miraban a los ojos agradecidos por mi generosidad.  Proletarios parásitos sociales, miserables seres rastreros, ratas almizclaras, en breve sólo serían un triste recordatorio en una lápida. De a poco los glóbulos rojos y blancos se reducirían en su producción, la fatiga aumentaría, y el ritmo cardíaco modificaría su normalidad. La funciones nerviosas se alterarían hasta alcanzar un punzante hormigueo en las manos y en los píes. Con el transcurso de las horas el mal estaría desatado. Los aquejaría una insoportable sed, continuando con una irrefrenable salivación. Se retorcerían por los cólicos y el baño sería su nuevo hábitat, debido a la constante diarrea. Hasta que finalmente una parálisis restringiría cualquier tipo de movimiento, para que la muerte los encuentre totalmente indefensos.
Una satisfacción inconmensurable me invadió al imaginar el fin total de ese grotesco conglomerado superficial, banal y sin sentido. Finalmente acabaría con ese aplastante género humano, que se había reunido a mí alrededor como una secta, como una cofradía con gustos y costumbres semejantes, y al que tanto detestaba. Nada me hacía tan feliz como terminar con el asco personal que sentía por pertenecer a ese grupo.
La culpa llegaría más tarde y sólo por incluir a Marina en tan infernal aquelarre. Pero que importancia tenía? Simplemente la felicidad está siempre rodeada de sin sabores y penas. Ya tendría tiempo, más tarde, de llorar en silencio.   


Por Matías Comicciolli 18/08/2011

martes, 29 de julio de 2014

“El último Elvis” de Armando Bo.

Se veía en los trailers que el estilo visual era más que prometedor. Y no me equivocaba. Esta ópera prime de Bo (nieto del otro Armando) es impecable en sus planos y fotografía. Al utilizar en su papel protagónico a un actor no profesional, se tuvo que valer de una gran muñeca para poder reflejar lo que quería. Y lo logra!
La peli es oscura, decadente, casi desolada. Carlos Gutiérrez se hace llamar, y todos lo conocen como “Elvis”, un excelente imitador del Rey que mezcla su vida artística entre clubes de barrios, geriátricos y un empleo en una fábrica de heladeras. En ninguno de todos sus mundos deja de ser “Elvis”, incluso frente a su ex mujer (Griselda Siciliani) y su pequeña hija  (Margarita López)
Los tres están muy bien, incluso ella es prácticamente irreconocible en el papel de ex esposa. Pero sin dudas lo que define incondicionalmente a la película, es la obsesión enferma de su protagonista y el talento innato de quien se encarga de encarnarlo:  John Mclnerny. Es increíble como se logra la excelencia en cada momento en que a este actor le toca cantar. Piel de gallina para las versiones de temas como “Suspicious Minds” o “Always on My Mind”.
La película logra de esta manera meternos en la frustración del personaje e incluso comenzamos a entender lo mal padre que es, en el momento en que la vida lo pone al cuidado exclusivo de su hija.
Es una historia chiquita casi minimalista, cargada de guiños, humor y poco diálogo. Tiene el aire de película independiente, bien hecha y bien contada.
Tal vez es criticable que en un momento, por algo que es crucial dentro del relato el mundo de este “Elvis” se ve modificado, y llegando al final nos trastoca y nos modifica esa esfera tan bien construida entre el barrio, la fábrica y el club, para meternos en otro mundo, con otro código. Ese ruido no deja de movernos el piso como espectadores y tal vez hasta molesta. Era hermosa la melancolía de su  prisión y su sufrimiento. ¿Por qué sacarlo de ahí?

Obviando mis objeciones, “El último Elvis” es encantadoramente disfrutable. Mucho más si sabemos disfrutar de su soundtruck.

Por Matías Comicciolli

Para no comer caca. (Reflaxión)

Bueno amigos, qué decir. Negro, si te digo que tu escrito me alivió de un montón de planteos y replanteos que me estoy haciendo con respecto a casi todo, no me lo crees. Cuando leo los motivos que te llevan a escribir algo así, no puedo sentir más que alivio para una angustia que no se singulariza en mi persona sino que convive con algunos otros. Creo que fue el momento justo de verme abordado por un texto crítico, reflexivo, agudo y a la vez nostálgico, que logró que no me llame a silencio.
Con respecto al tema (que logró que el vaso desborde) no me voy a meter, debido a mi ignorancia. Pero no puedo dejar pasar el móvil que te llevó a manifestarte por escrito. LA PUTA MADRE!!!!! Será posible que siempre termine re caliente, indignado y diciendo cosas que no tengo que decir con respecto a cuestiones u opiniones que no puedo modificar. Cómo lograr ese tono dialéctico, gramatical o mayéutico que alcanzan las buenas razones y dan la razón a los razonables. La pasión en casi todos estos casos le gana a la razón, haciendo que el "lobo estepario", que convive en cada uno de nosotros, aflore y cometa actos que después nos avergüenzan o nos hacen arrepentir.
Lo más fácil es que te digan, "no te calientes" o "cómo te vas a poner así" Y como no me voy a poner así. Como no se me va a subir la sangre a la cabeza por las cosas que me apasionan y que veo que lo están vendiendo como carne podrida. Cómo no querés que me vuelva loco cuando no te dejás abordar por otra cosa que no sea un sutil y mediocre análisis de todo. Como querés que me quede tranquilo cuando te sumís en la idiotez más galopante (en el sentido etimológico de la palabra idiota)
Bueno muchacho, que se yo. Si el precio que hay que pagar para no comer caca y tratar que otros no coman caca es quedar en la más absoluta soledad, indiferencia o anonimato, empecemos a acostumbrarnos, porque como bien decís, Negro, lo importante es no abandonar las convicciones, a no callarse la boca y a sacudir  los discursos mentirosos. Lo que hay que evaluar es cuanto estamos dispuesto a perder.


Insisto. Nunca mejor momento para que llegue a mis manos algo así. Mi respuesta es un poco rápida debido a las condiciones en donde la estoy escribiendo, espero reflexionar un poco más en casa y responder como el glorioso triunvirato merece. Me llevo el escrito para leerlo más detenidamente a la tarde y gracias otra vez por sacarme del mutismo insustancial que no le sirve a nadie.

Por Matías Comicciolli (17/07/07)

lunes, 28 de julio de 2014

“El petiso orejudo” de María Moreno.


Entré en una librería de usados buscando nada en particular. Revolviendo una y otra vez, apareció casi por casualidad esta edición del “Petiso…” Conocía apenas la historia, pero lo compré casi sin pensar, no sólo por su precio sino también por el nombre de su autora.

María Moreno es en realidad el seudónimo de María Cristina Forero cuyos textos cayeron por primera vez en mis manos durante una cursada en la Universidad. Todo lo que había leído de ella era excelente, por lo que este libro usado sobre un joven asesino de principios del siglo pasado no tenía por que ser la excepción.

Lo más difícil del texto es encasillarlo dentro de algún género. Por el pasan el policial, la crónica, la novela, el informe periodístico y el diagnóstico médico. Esta mezcla es lo que hace del relato algo inmejorable e imperdible.

Se cuenta la historia de Cayetano Santos Godino alias “El petiso orejudo”, un criminal que durante la década del 10 se le atribuyeron tres asesinatos, ocho casos de lesiones graves, incendios y otras fechorías. Finalmente lo encarcelan y termina sus años en el penal de Ushuaia donde fallece en 1944 en manos de otros presos.

Pero no sólo se trata de mostrar la singular vida de un asesino menor de edad, sino que también se hace una importante revelación sobre las ideas médicas de la época en cuanto a psicología y psiquiatría cargadas de positivismo, la imagen sobre los inmigrantes como amenaza latente, a los presos dentro del sistema carcelario y la influencia de la condena social en la justicia.

María Moreno retrata como nadie la Buenos Aires urbana y proletaria de principios del siglo XX, generando postales que nos ubican presencialmente en cada lugar que se describe. Para esto se vale de varios recursos como las detalladas denuncias policiales, las noticias de los diarios de la época, las letras de los tangos y los informes médicos.


Todo esto sumado a la excelente pluma de Moreno hace que la lectura sea un goce permanente capítulo a capítulo. Igualmente “El petiso orejudo” tiene dos problemas: uno es que no sé si se consigue con facilidad, y el otro es que después de leerlo no podemos dejar de seguir literariamente, de la manera que sea, a su autora.

Por Matías Comicciolli.

Las últimas 13 páginas. (Cuento)

Tal vez esté buscando forzar las cosas. No lo sé. A lo mejor es simplemente una excusa para aferrar algún sentimiento oculto o secreto, el cual trata de escapar por algún lado. Por esta razón en cada encuentro con ella, renace un dolor que necesito ahogar con certezas inventadas.

Veo, siento, de alguna manera, o trato de leer posibles desenlaces futuros en hechos del presente continuo. Cuando junta sus manos, cuando se suelta el pelo o cuando se abraza los hombros en actitud temerosa y a la vez valiente. Cualquier suceso, acción u omisión de determinada actividad, me proyecta irremediablemente hacia posibles situaciones ulteriores que necesito codificar.

No hay una lógica exacta, o verdadera, en cada uno de estos pensamientos. Por el contrario, la mayoría están forzados y manoseados como para que tengan un juicio posible o efectivo.
Puede ser que al comienzo se vuelva un buen ejercicio mental, volcado a los conceptos lúdicos y de posibilidades. Pero con el tiempo los pensamientos se vuelven abrumadores y toda causa pretende tener inexorablemente un efecto.

De esta forma todo se va vinculando irremediablemente, dentro de mi cabeza y no puedo escapar de ese vertiginoso laberinto ni con el lírico hilo de Ariadna.
La tortura se hace miedo cuando ella finalmente clava sus ojos en los mios, y el secreto, escondido en un futuro impermeable, alcanza lo deseable de la misma belleza.

Es en ese punto donde el tiempo se detiene y viajo hacia una realidad carente de toda firmeza y busco con determinación y detalle la culminación de la historia. Porque nada siento más inestable que la ignorancia del final. Necesito indagar acerca del desenlace. Esa es mi mayor seguridad.

Me descubro en una inmaterialidad insustancial, escribiendo lo que será, para mi, el final de la historia. Con lo macabro que resultan los encuentros con uno mismo, me entrego la novela terminada.

Me siento a leer como si fuese un acto contingente de un devenir incontrolable.

Como siempre él es un escritor frustrado y ella un ser hermosísimo e inalcanzable. La trama se basa en el misterioso silencio de los sentimientos de ella y en la incapacidad de él para huir de los mismos.

Ella se suelta el pelo, ya lo había hecho tres veces en la misma tarde. Cruza ambas manos sobre su pecho y se sujeta los hombros. Clava la mirada. Él sabe que las palabras que escuchará estarán cargadas de la increíble oscuridad de lo real. Y por eso la ama.

En ese instante el relato se corta, no concuerda. El hilo de la historia se fractura por completo y una brecha se abre antes del esperado final. Un salto no premeditado por el autor. Un capricho del destino.
El caudal de pensamientos vuelve a fluir como la sangre de una herida abierta. Las posibilidades, los porqués. Uno detrás del otro, no es posible contenerlos.

Había existido un momento dentro de lo pretérito de la existencia, en donde una máquina, un olvido o una distracción habían quitado las últimas 13 páginas a la novela.
Eran simplemente esas 13 páginas que por antojo, fueron exceptuadas de mi conocimiento.
¿Qué dirían? ¿Qué parte de la historia contarían? ¿Qué se develaría tan importante, que el destino no me lo deja saber?

Tal vez ahí se encuentren las respuestas a todas las preguntas. Quizás con esa carencia, aparecería el sentido verdadero e indiscutible de unas palabras que jamás serán escuchadas.

La solución a esos detalles se encerraría, quizás, en cada letra, hasta este momento ausente de todo tipo de sentido. Y la posibilidad de remediarlo consta simplemente de encontrar otro ejemplar de la novela. Pero, ¿cómo encontrar algo que no se conoce y que a la vez es único e irrepetible?

El final de mi ansiedad se alejaba de la orilla, transformándome en un naufrago en medio de un mar de incertidumbres. La posibilidad de traducir los hechos causales que me venían acosando, se concluirían completando la totalidad de la historia, con esas 13 páginas.

¿Debía encontrarlas, conocerlas? ¿Hasta dónde el final depende de saber la suma de los hechos? Quizás la ignorancia y el desconocimiento permitan la creación voluntaria de nuevos actos, de nuevos vínculos y de nuevas percepciones de una realidad, que no deja de aparecerse como reveladora. La incógnita terminaba siendo mucho más amigable que la certeza de un final.

Decidí, aceptar la incomplitud de la historia. Preferí quedarme con la mutilación de una porción menor de los sucesos, en donde tal vez se develaba el secreto mejor guardado de cada una de mis epifanías cotidianas. Él se quedaría por siempre con la mirada de ella detenida en sus ojos.

Por algo se me negaban esas 13 páginas. Tal vez el sentido verdadero de alcanzar un final definitivo, sea el no conocimiento de la totalidad de los acontecimientos…

Por Matías Comicciolli.

viernes, 25 de julio de 2014

“El péndulo de Foucault” de Umberto Eco.

La primera sensación que produce tomar “El péndulo de Foucault” de Umberto Eco, es de temor. Temor que es alimentado por sus casi 1000 páginas (depende la edición) y el gramaje que acompaña a dicho número. Una vez que superamos la extensión y el peso del volumen, queda superar otro miedo directamente emparentado con la complejidad de la pluma de Eco. Literalmente y con sincera humildad, las primeras 100 páginas, son un laberinto lingüístico del cual solo Eco es capaz de entrar y salir de forma indemne. Sólo hay que atravesarlo, con atención pero sin miedo, para descubrir un gran policial de misterio e intriga (al mejor estilo “El nombre de la rosa”) Es imposible no hacer la analogía con la obra anterior. Pero eso sí, nada de andar comparándolo con “El código Da Vinci” (como leí en algún lado) porque nada tiene que ver. No es que uno sea mejor que otro, simplemente son distintos.
Por otro lado, es tanta la pedantería “culturosa”, que el autor desea que conozcamos, que la mayoría de los datos y citas que abundan inescrupulosamente pueden no ser del todo memorizadas, ya que la historia pasa por otro lado. Es decir, el berenjenal de información que en un momento nos vemos metidos, no influye directamente en la acción de los personajes. Sólo debemos seguir leyendo con heroica hidalguía, sabiendo que son trampas para el lector.
Es en ese momento, cundo superamos los miedos y las dificultades que nos pone Eco para que no leamos su libro, cundo disfrutamos de la genialidad literaria del autor.
En definitiva, es una recorrida apasionante a través de divagaciones históricas que incluyen a templarios, rosacruces y satánicos de la mano de un grupo de locos editores que buscan una verdad tan líquida que se les termina escurriendo por los dedos. En el medio, desapariciones, mensajes ocultos y muertes aparentemente sin sentido.

No se puede dejar de recomendar una obra con estas características, pero también es cierto que la voluntad del lector es fundamental para alcanzar el final. Un final que, por otro lado, no tiene desperdicios reflexivos, y que nos deja satisfechos después de semejante empacho literario.

Por Matías Comicciolli.

La pregunta diaria. (Cuento)

Sí, dije sin pensarlo demasiado. La situación no daba para andar desaprovechando oportunidades. Además no me habían dado la posibilidad de elegir. Me atajaron en la puerta y sin mediar con mi opinión, me engrilletaron al tobillo.
Desde ese día me sucede algo curioso y a la vez aterrador. Cada mañana, cuando me defino entre el sueño y la realidad, me pregunto qué día es. Es inmediato, instantáneo. En cuanto siento que comienzo a alcanzar la superficie de la vigilia, me viene la pregunta con la velocidad de un rayo.
“¿Qué día es hoy?”
Al abrir los ojos la pregunta ya tiene una respuesta, que por lo general me frustra y decepciona. Nunca es ese día que estoy esperando. Siempre es un día más. Digo más y no menos, porque cada uno de ellos se va acumulando como los granos de un reloj de arena desde aquel día en que dije sí.
No era tan tremendo al comienzo. Dentro del marco histórico en que se desarrollaba mi vida, la propuesta no iba a tardar mucho en llegar. Pero quizás ese fue el problema principal. No fue una propuesta. Fue algo determinante. Para antes de que yo llegara, alguien había dado el sí por mi. La afirmación, hoy creo que de forma involuntaria, fue un mero hecho burocrático. Negarme hubiese significado el destierro.
Continué, de cierto modo con mi vida, pero regalando la mitad de ella. ¿Por cuánto? Por no saber decir que no y por no seguir los sueños de la juventud.
Y ese día, que de alguna forma estoy siempre esperando, nunca llega. Es otro el día en que me levanto de la cama y como un autómata comienzo a realizar las tareas asignadas. Un día tras otro. Todos iguales. Son otros días que no pertenecen a mi vida verdadera. Soy lo que me hacen hacer, por un tiempo determinado hasta que ya no les soy útil y deciden otorgarme el permiso de volver a acostarme y dormir. Hasta la mañana siguiente. Soy el que los demás quieren que sea y he ahí la explicación de mi infortunada afirmación pretérita.
Me pregunto por el día en que estoy viviendo, para poder tener algún rasgo distintivo entre uno y otro. Nombrarlos me ayuda a diferenciarlos. Saber que yo soy, existo, y no pertenezco a la imaginación dañina de alguien más. Muchas veces me siento así. Estoy purgando una condena por algún mal que otro cometió en un tiempo y espacio diferente. No quiero, me niego a creer que esta es mi realidad.
Posiblemente esa respuesta, tan inconsciente dentro del estado en que se confecciona, sea el motivo por el cual no decido terminar con todo. Mientras haya respuesta, tengo la esperanza que ese día que espero llegue.
Lo peor es que fue todo por nada. Asesiné, con aquel sí, a un futuro que si bien nada prometía, por lo menos tenía el beneficio de la incertidumbre. Ahora son todas certezas. Tristes certezas. Está todo escrito, cronometrado como un plan sistemático, que concluye con un presagiado final. Me consuela saber, a diferencia de las personas que me rodean, que sólo estoy viviendo un fugaz pestañeo de luz entre dos oscuridades infinitas.
Lo que más lamento, es que todo fue por un puñado de monedas. Tres monedas falsas que auguraban un prospero porvenir. Hoy las monedas son más y siguen aumentando, pero el porvenir nunca llega. Ese día, nunca llega. No hay dinero que pueda comprar la libertad que añoro. Tampoco existe la cantidad suficiente para alcanzar la felicidad perdida. Que en su momento no era felicidad, pero que el tiempo y este yugo, se han encargado en transformarla en tal. Tres monedas, todo por tres monedas y un sí. Y las oportunidades comenzaron a caerse como las fichas de un dominó. Pasaban los días, los años y las fichas caídas eran cada vez más. Más cosas en el ropero, más cosas debajo de la cama. Con el tiempo los sueños se cubrieron con el polvo de lo cotidiano. Y en cada mañana comenzó a aparecer el:
“¿Qué día es hoy?”
Eso se pregunta una voz en mi interior antes de despertar. Se trata de aquel que pudo escapar del sí que me hicieron dar, que me hicieron decir. Quien formula la pregunta me ve desde algún lado, desde otra realidad. Me ve como un otro que ya no soy yo. Ve en lo que me convertí y sabe la pregunta que me hago todos los días. Trato de eliminarlo, de silenciarlo con una respuesta que se repite semana a semana. Pero él conoce el futuro, al igual que yo lo intuyo, y mis contestaciones ni siquiera lo perturban. Mientras tanto:
“¿Qué día es hoy?” Como cada mañana, antes de abrir los ojos, desde hace tantos años.
Podría haber terminado esto hace mucho tiempo, cuando comenzó a ser una carga insoportable. Pero no lo hice, esperando que el destino se tuerza radicalmente y que aquel sí de hace años, se transforme en algo anecdótico. Puedo confirmarlo: el destino no se tuerce. Ni por sí sólo, ni por nuestro esfuerzo por hacerlo. No se manejan variables infinitas dentro de las oportunidades lógicas de cada vida. Sólo son dos, y de eso depende saber decir sí, o saber decir no. Hoy que puedo dar un cierre de una vez y para siempre, definitivamente, el vaso con cicuta está vacío. Alguien fue más astuto, rápido y decidió dejar de preguntarse ¿Qué día es hoy?
Pero qué culpa tenía yo de no haber estado en el momento justo en el lugar indicado? Vinieron, propusieron, decidieron y dije que sí y la pregunta se comenzó a formular cada mañana. Como un grito de auxilio. Como una espera perpetua.
Así fue como resigné todo, por voluntad ajena y sin peros. Por una secuencia que se repite desde que dije sí, desde que pronuncio en mi interior el día en el que vivo.

Maldigo esta costumbre, maldigo a quien grita “¿Qué día es?”, maldigo el momento en que dije sí. Hoy no aguanto, no resisto más, no soporto la continuidad de los días, su parecido mimético, su simetría inconfundible. Esa pregunta todas las mañanas, sin sentido, sin modificar nada. Mi respuesta incondicional, mi sí perpetuo que me desgasta con cada minuto que pasa. Que me hace esperar que llegue ese día. Ese día, en que olvide qué día es, o que no tenga importancia saberlo. Ese día sin nombre en donde pueda retroceder hasta ese momento en donde todo comenzó, donde la pesadilla se hizo carne, para así recuperar el pasado muerto de sueños ahogados y silenciar definitivamente a la pregunta diaria de “¿Qué día es hoy?”

Por Matías Comicciolli.

miércoles, 23 de julio de 2014

“El origen de la tristeza” de Pablo Ramos

El libro de Pablo Ramos funciona igual que la Madalena de Proust. “El origen de la tristeza” es un imperdible para aquellos que tuvieron una infancia y adolescencia que quieren recordar. Por otro lado, es un libro obligado para aquellos que vivimos y crecimos al sur de conurbano bonaerense como Quilmes, Sarandí, Avellaneda y Lanús.
El protagonista de la historia, Gabriel, es un joven que se cría en esta zona con todo lo que ello significa. Al leerlo no podemos dejar de reflotar de lo profundo nuestras propias experiencias como la barra de los pibes, el fútbol de potrero, las primeras pajas y el vino en cajita. Todo eso vuelve como un maremoto al leer, casi de forma frenética, la historia autobiográfica de Ramos.
De esta manera nos confunde, y no, con el título de la obra. “El origen de la tristeza” es más bien un relato nostálgico, donde conviven la alegría, la aventura, el sexo, la política, la amistad, el peligro y la muerte. Todo desde la mirada de un niño.
El libro está separado en tres capítulos que funcionan de forma independiente, lo que hace perder un poco la historia, pero no así el ritmo y la vorágine con que el autor “vomita” cada palabra.

Es un libro que funciona perfectamente con un lector experimentado, como con alguno que recién se inicia en el vicio. La prosa es sencilla, digerible, sin perder en ningún momento el humor y la picardía de barrio. A la vez tiene fuerza y tira casi indefectiblemente a la reflexión de quiénes somos y por qué.    

Por Matías Comicciolli.   

Hombre transparente. (Cuento)

Hubo un momento, no sé cuándo, en el que paulatinamente me fui haciendo transparente. Tal vez fue de un día para el otro, o en un instante insignificante.
Contaré primero el final de la historia para que el mal sabor que lleva escribir este relato, concluya rápidamente. Más adelante, el final decantara por su sola ausencia.
Me encontraba cegado por el sol de frente, sentado en un banco de la plaza De los Dos Congresos, con esa gran cúpula verde de fondo, disfrutando del relativo silencio y soledad que siempre dan los bancos de las plazas al compartirlos con uno mismo, cuando un grupo de mujeres, tal vez oficinistas, se me aproximó, rompiendo la fragilidad  de la vigente calma.
Digo oficinistas, para detallar una posible tarea que requiera estar sumamente arreglada y sensual, un mediodía cualquiera, de un día tan rutinario como ayer o mañana. No porque la actividad requiera que esto sea así de manera absoluta y definitiva, sino porque existen algunos rasgos de sana competencia estética, dentro del fructífero gremio, que logra establecer el goce inmediato de la sola observación. Claro que también pudiera ser un simple grupo de damas, que salieron en tacos y minifaldas a tomar el aire de la plaza disfrutando de su arboleda y su fuente. Pero seguro no era el caso.
Irremediablemente, el incipiente calor que regulaba la temperatura de un noviembre sin nubes, hacía que la ligereza de ropa no dejara a la imaginación masculina volar libremente por los terrenos desconocidos del sexo opuesto. Las faldas se confundían con los contornos corporales, como si estuviesen pintadas, y las camisas, sueltas y livianas, dejaban bailotear los firmes y turgentes pechos en su interior. Había para todos los gustos. Cada una dentro de los cánones de belleza que dicta la actualidad de la moda. Tal vez, si las mismas mujeres hubiesen caminado por una plaza en la edad media, las hubiese confundido con mendigas harapientas y muertas de hambre. Pero tampoco era el caso.
Me preparé para que la marea de feromonas me bañara de pies a cabeza, como el sol que hasta hacía unos segundos me deleitaba con su incondicional y absoluto servicio. El olfato se me agudizaba para recibir todo un muestrario de excitantes fragancias mezclado con el humo de los cigarrillos que dejarían como estela al pasar.
Entorné los ojos, para aclarar mi visión y dar con un gesto de profundo interés, casi cinematográfico. No apoyé mi brazo sobre el respaldo del banco, porque me pareció una postura exagerada. Fueron pasando en orden, delante de mi. Seguí sus miradas para encontrar esa ínfima complicidad picaresca de mutua curiosidad. Mirada que conlleva la carga simbólica de un primer indicio, para una posible, y más prolongada, segunda mirada.
Siguieron  hablando de sus cosas y riendo a los gritos. Ninguna pupila tuvo, ni siquiera, la intención irracional de dirigirse hacia el banco donde estaba sentado. No hubo una sonrisa cómplice, ni un guiño confirmatorio, ni palabra alegórica. No hubo aunque sea gesto que confirmara para alguna de ellas, mi eventual existencia en el mundo.
Una realidad que venía negando inconscientemente, se me hizo presente como una epifanía sobre un destino irremediable. Una pesadilla comenzaba a cobrar forma y difícilmente podría despertar de ella.
Negado en la afirmación que hacía mi discernimiento, comencé a caminar rápidamente por Hipólito Irigoyen, en dirección al bajo. Las cabezas de dragón del Pasaje Barolo teñían el momento con una atmósfera demoníaca al pasar debajo de ellas. Buscaba una excusa que modificara la presente sensación de desprecio hacia mi mismo. Miré las palmas de mis manos y a través de ellas pude descifrar el entramado de las baldosas que pisaba. Apuré el paso, para alcanzar lo insustancial de la nada, cuando adelante se presentó la posibilidad de salir de esta profundidad.
Era una chica mucho más joven, pero eso no impedía el propósito, tal vez único, de negar mis sospechas. Evidentemente era estudiante. (Continuaba designando profesiones, a través de leves indicios visuales) Lo deduje por las carpetas que abrazaba con ambas manos, sobre su pecho. Esperaba que el semáforo alcanzara el rojo, para poder cruzar hasta la vereda en que me encontraba. Su visión, a través de unos lentes de marco blanco, me atravesó como una generalidad más de la fauna urbana. No reparó ni siquiera en mi desesperación. Era sensiblemente preciosa. El pelo recogido en un rodete, coronaba a un ser angelical y diabólico a la vez. Mantuve la mirada, ella se acercaba peligrosamente al punto en que pasaría junto a mi, para perderse luego en el tumulto de peatones. Mi atención estaba en sus ojos, una simple mirada me devolvería lo que suponía perdido. Es decir, mi visibilidad.
Pasó. Llegó a la vereda opuesta, sin atisbo de recaer en mi perversa observación. Un andar decidido, y con más seducción que arrogancia, moduló su camino sin regalarme el paso por sus retinas. Cerré los ojos y no miré hacia atrás para que la petrificación sódica, no se sumara a mi desdicha.
De pronto una sucesión de imágenes que creía inexistentes, pasaron por mi mente con la fugacidad de un suicidio. Como en un reloj de arena, las preguntas comenzaron a caer, una a una, paulatina e infatigablemente.
Había perdido esa chispa de encanto y seducción que alguna vez brilló en la alegría de la juventud. Era literalmente transparente para las mujeres, lo cual se traducía en algo así como la nada, o la muerte. Desde ese momento, hasta el final de mis días, me resignaría a la ausencia perpetua de sentirme aceptado por el otro sexo. Ni siquiera la limosna cotidiana de un matrimonio formal, alcanzaría para llenar la negrura que deja el haber alcanzado el estado de transparencia. Porque, para que bien se entienda, esta búsqueda constante que alguna vez supo ser el alimento diario de la vida, no tiene otro fin que el egoísmo individual de sentirse bello y atractivo. No se intenta consumar en hechos fácticos y carnales todas las posibles conquistas. Simplemente alcanza con saber que uno fue aceptado y que en ese terreno puede desempeñar las artes del cazador. Al alcanzar la transparencia, esas flechas filosas y puntiagudas que no fallaban, se convierten en sopapitas que no pegan ni con saliva, la punta del cuchillo se dobla y el arco pierde tensión. Ese indio Araucano que conocía todas las técnicas de caza y que gustaba de su utilización, hoy está suelto en un supermercado en donde todo le es indiferente.
La ridiculez se hace presente en cada momento que se pretende ser nuevamente visible, y se cae en la insensatez de recurrir a actos mediocres e infelices, que distan mucho de ser gustosos. Así, esta desgraciada condición me lleva a añorar esos fugaces y lejanos momentos de felicidad subjetiva, en donde todas las mañanas, una belleza anónima me esperaba con una sonrisa, en el último asiento del colectivo 39 al subir en Alsina y Sáenz Peña; o esa chica en la oficina que, con encantadoras y sugestivas “s” silbadas, me llamaba todas las tardes sin motivo aparente, transformando la basura laboral en sinfonías cósmicas; o la morocha de la universidad, a quien, sin conocer su nombre, presté mis mejores libros con el único fin de retener su atención.

Pasan uno detrás de otro los recuerdos. Forman un espiral en sucesivo movimiento, el cual no deja de confirmar el sufrimiento y la infinita soledad que sella la vulgaridad triunfal de haberme vuelto transparente.

Por Matías Comicciolli.

martes, 22 de julio de 2014

“El guardián entre el centeno” de J. D Salinger.

Cargada de mitos y leyendas me decidí a leer un clásico de la literatura. Muchos hablan que es una novela “maldita” ya que se le encontró un ejemplar a Mark David Chapman después de asesinar a Lennon. También tenía un ejemplar Lee Harvey Oswald, el supuesto asesino de J. F. Kennedy; y finalmente John Hinkley, que intentó matar a Reagan, se declaró fanático del libro. A partir de todo esto, se cuenta que el FBI está al tanto de cada sujeto que compra “El guardián…” ya que podría ser un potencial asesino.

Con tanta carga maléfica, no podía dejar de probar en convertirme en un Serial Killer. Nada de eso sucedió al finalizar la novela, pero tal vez sea porque en mi país no existe ningún Lennon…

Dejando de lado las leyendas y habladurías, el texto de Salinger me pareció excelente. La historia es simple y está escrita con el tono de un adolescente de 16 años totalmente desesperanzado de su presente y del porvenir.

El joven  Holden Caulfield, el protagonista, es expulsado de su escuela y antes que le llegue la noticia a sus padres decide pasar unos días vagando por Nueva York. Durante esas horas se configura un monólogo interno, casi psicológico, de la visión crítica que tiene del mundo y de la sociedad un adolescente estadounidense de clase media acomodada.

Es increíble como Salinger nos muestra a través de un chico, el repudio a todo un sistema que considera hipócrita, vanidoso y falso. Al mismo tiempo deja ver la crisis que sufre Holden durante el traspaso de la juventud a la adultez, con escenas cargadas de simbolismo metafórico, las cuales connotan la nostalgia y la desilusión de alguien que no quiere abandonar la infancia como emblema de la inocencia.

“El guardián entre el centeno” es justamente esa persona que no permitirá que los niños caigan al vacío de un mundo malvado, falso y cínico. Lo cual equivale a decir un mundo adulto y regresivo. 

Toda esa protección hacia la niñez está representada por el amor incondicional que siente el protagonista por su pequeña hermana Phoebe, quien simboliza de alguna manera su último vínculo con el mundo que está perdiendo.


Creo que la novela de Salinger es tan hermosa como cruel y por eso es imperdible. Quizás la mejor manera de disfrutarla sea en su idioma original ya que la traducción al español hace perder mucho ese modo llano y directo en que sólo un adolescente puede expresarse. Fuera de eso es excelente!!!

Por Matías Comicciolli.

Ese momento. (Cuento)

Fue en ese momento, que al abrir los ojos lo vió tendido en un charco de sangre.
Estaba desencajado, como fuera de sí. Las manos transpiraban y no dejaba de hacer ese maldito tic con los ojos. Cualquiera pensaría que estaba padeciendo un ataque de nervios, o uno de esos momentos en que nos encontramos poseídos por una fuerza que nos excede en cuerpo y espíritu.
Estaba meando y recordando una novela policial de un escritor chaqueño. Le parecía increíble la imagen de un asesinato así. Cómo podía creer que alguien, en su sano juicio podía cometer una atrocidad como esa. Es lo que pasa muchas veces con la literatura. Pensar como verosímil, algo totalmente disparatado. Y eso justamente era lo que padecía: un clásico caso de realidad literaria.
Luego de haber cometido el hecho, no sabía exactamente cuanto tiempo había transcurrido desde el golpe hasta la desesperación.
Simplemente fue un impulso. Pensaba en la novela del escritor chaqueño y nada impidió que actuara igual que el protagonista. Pero algo en sus entrañas se venía gestando desde antes, nadie puede desempeñar una actitud tan violenta sin una previa maceración y acumulación de eventos o circunstancias.
Claro que venia pensando en eso desde antes. Eran simples pensamientos, simples deseos o divagaciones. Las mismas que todos tenemos, pero que nunca llegamos a cumplir. Esas que nos aquejan por las noches, antes de dormir y que vamos desmenuzando detalladamente. Acto tras acto, acción por acción. Pensamos en qué decir, en cómo contestar, en las distintas posibilidades que se nos pueden llegar a presentar, en el modo de eludir complicaciones y sobre todo, en las consecuencias que esas mismas divagaciones tendrían sobre nuestras mundanas vidas. En esos casos absolutamente todas las configuraciones posibles se nos representan como un manual de instrucciones, al cual nunca recurrimos a la hora de la verdad.
Eso había estado pensando desde hacía tiempo, pero nunca creyó que podía llegar a actuar así. Las formas eran múltiples y variadas. Llegaban a ser actos de piadosa violencia, o certeros reflejos de irracionalidad absoluta.
Estos pensamientos siempre se encuentran reprimidos, en el mejor de los casos, por esas barreras que nos mantienen cuerdos. Quienes pasan, o saltan, esas barreras son aquellos que luego vemos en las secciones policiales de los diarios.
Eso fue exactamente lo que pasó. Saltó esas barreras.
Fue un segundo en donde todo pareció demasiado claro como para dejarlo ir. La certeza de un absoluto lleva a adquirir una total confianza sobre el pensamiento. Y frente a un absoluto no hay barrera moral o ética que valga. Estaba seguro que estaba actuando de un modo correcto. Ahora se ven las consecuencias y es cuando ataca el arrepentimiento.
En ese mismo momento el arrepentimiento no era una carta por jugar a favor de la victima.
Pero que pretendía que hiciese?
Lo entiendo por ser alguien que padeció semejante suplicio y angustia.
Se trata de borrar por completo los actos y acontecimientos que venimos realizando, hasta alcanzar por propio defecto de las circunstancias, el estado primigenio del comienzo de las cosas. Eliminar lo acontecido, ese charco de sangre debajo de un cuerpo que se ponía cada vez más rígido, era el resultado de tratar de cancelar una existencia dolorosa con el sólo fin de abrazar la esperanza de un alivio inmediato.
Llegado el momento lo sintió entrar, no estaba seguro de quién podía ser.
Frente a la pared del orinal, no se logra ver quien entra y quien sale.
Descubre que era él y lo que había pensado, junto con lo que pensaba en ese momento sobre la novela del escritor chaqueño, hicieron el resto.
No tuvieron nunca esos momento en que te puede cambiar la vida por tomar una sola y mínima decisión?
Muchas veces son momentos evitables, o que evitamos por cobardía. Otras, la elección es tan maniquea, que la segunda opción, generalmente, dejar todo tal cual está, y es la que solemos elegir. Pero son las mínimas, las verdaderamente importantes, las que no tienen salidas evasivas. Lo que hagamos lo vamos a llevar por siempre como un destino al que no pudimos escapar.
Las dos posibilidades que se presentaron en ese momento, en el momento que  reconoció quien era, lo llevarían o a la cárcel o a la frustración eterna. Por eso eligió una y no la otra.
Pero ahora, temblando y con esa mirada extraviada, sentía arrepentimiento y confesaba una y otra vez que no había querido llegar a tanto, que la cosa se le había escapado de las manos y que nunca había actuado de esa manera. No había actuado de esa manera, pero si había pensado que actuaba de esa manera. Cuantas veces lavó el cuchillo con el que almorzaba bajo la canilla, e imaginaba que él entraba y en un rápido movimiento, se lo ensartaba de lado a lado en el cuello. Lugo limpiaba los restos de sangre bajo la misma canilla abierta y se retiraba sin ningún tipo de arrepentimiento. Con el alma fría.
Cuando la escena se diluía en el aire, se volvía a encontrar lavando el cuchillo del almuerzo bajo la canilla del baño. Sacando esos restos de grasas adheridos en el filo.
Pero si nunca entraba el merecedor de la puñalada!. Ese momento llegó. La grasa del filo se transformó en sangre y quien entró era el hombre indicado.
Sabía que lo era, lo había pensado, lo había soñado, lo había planeado. Pero nunca creyó que tendría el valor de hacerlo. Ahora está ahí tirado, bajo un charco de sangre.
No dejaba de mover las manos, como un enfermo de parkinson. Trataba de tranquilizarlo para que me contara qué era lo que había pasado. No dejaba de repetir una especie de monologo que lo desligaba de la culpa del hecho, pero no de haberlo cometido.
No pudo escapar, no tenía opciones. Absolutamente abstraído, configuraba una realidad que aparentemente le fue ajena, pero que ahora le pertenecía para siempre. Como en la historia del escritor chaqueño.
El mundo estaba diciendo algo. Durante varios meses se fueron presentando un sin fin de indicios que terminaron en el brutal asesinato. El primero, quizás haya sido el cuchillo en el baño y pensar en que él entraba, distraído, a realizar sus necesidades.
¿Cómo el destino me va a poner en esa situación, sabiendo todo lo que pensaba y todo lo que sentía?
¿O será que el destino no conoce las cartas de uno, hasta que lo pone a prueba?  
La ventana abierta detrás de él, podía ser considerado como otro indicio que se representaba frente a sus deseos. Quien podía asegurar que él no se asomó y accidentalmente cayó por la ventana. También podía ser ayudado con algún empujoncito. Ya había estudiado, después de mucho observar, que siempre se acercaba a la a la ventana para saber como abrigarse antes de salir a almorzar. En ese momento y sin que se percatase, un leve toque desde atrás lo haría perder la estabilidad terminando la veloz carrera gravitacional contra el gris asfalto. El cuchillo, la ventana, la escalera; la cual también había aparecido como una migaja en el camino al asesinato. Una caricia, apenas, en el tobillo, cuando está a punto de dar el primer paso. Eso sólo bastaba para una espectacular y cinematográfica caída con final de muerte.
Cada situación se presentaba con un único significado. Un mensaje inclasificable, intraducible e indefinible en palabras coherentes.
De esa manera se puede identificar cada indicio individual y anónimo, con una finalidad genérica de características particulares. Las cuales se unieron, dentro de la prudencial distancia emotiva en que se encontraban, en el momento exacto en el que él cruzó la puerta del baño.
Todos los recuerdos que había grabado categóricamente en la memoria, aparecieron en un parpadeo.
Y cómo actuar de otra manera?  
Todo el control sobre las ideas se borró de un plumazo y un deseo irrefrenable se apoderó de todos los comportamientos que mantenía invisibles. Está lleno de hijos de puta, repetía sin pausa. Y sí, la verdad que está lleno de hijos de puta. Eso fue lo que produjo el imprevisible presente decisivo.
Estaba ahí, tenía todo los designios del mundo en las manos, además de la posibilidad de reducir la presencia constante de una profunda oscuridad. Todo se volvió difuso, casi como un día sin sombras. La novela del escritor chaqueño, los indicios de los últimos días, el baño, la soledad, la venganza, el volver al comienzo, el asesinato.
Se colocó en el mingitorio. Estaba a su lado, indefenso, con las manos ocupadas, relajado en lo más profundo de su sistema nervios. No opondría resistencia.
El mundo está lleno de hijos de puta. Tener que soportar lo que soportó.
Ahora meaba desprevenido. Indefenso.
Se cargó en el puño todos esos momentos que había tenido que soportar sin mayor razón aparente, que una ficticia jerarquía. Recordó todas esas veces que se ponía a hurgar los dientes con un clip, para sacarse los restos del almuerzo, para luego observar el pequeño trozo de comida, recogerlo con los labios y expulsarlo por el aire. Sin el menor ápice de respeto al prójimo. El recibimiento constante y permanente con una desdibujada cara de culo, acompañada del manoseo voluntario de la bolsa escrotal, para luego finalizar la ceremonia rascándose con unos cuantos convulsivos movimientos de vaivén. Ocho horas, nada más ni nada menos que ocho horas de ese constante calvario, escuchando el zapateo arrítmico, permanente, sobre el piso de madera. Eso vuelve loco a cualquiera. Cada golpe funcionaba como una gota cayendo tortuosamente en la frente de un condenado. Se sumaban a las razón del violento acto el volcán eruptivo que se activaba cada vez que se ponía a cortar las uñas en el escritorio. Restos de cadáveres se desperdigaban por toda la alfombra, cayendo inescrupulosamente con un insoportable ruido sordo. Clic, clik, clik; la gota, el alicate para las uñas, el zapateo. Dios, esa cara!!! Clic, clic, chak,chak, tuck, tuck tuck. Una tortura, la novela del escritor chaqueño, el baño, la canilla abierta, la gota, el agua clic, clic, clic. El cuchillo, la escalera, la ventana. Está indefenso. Esta meando clic, clic.
El golpe fue certero. La violencia, fatal. Al desmayarse, cayó como una bolsa de caca partiendo con el cráneo la loza del mingitorio. La sangro comenzó a moverse por el piso como un ente liberado de su cautiverio. Lenta y constante, buscando los declives que la hagan transitar.  

Sus manos dejaron de temblar, enfocó la vista. No había nada que revertir. Había matado a su jefe.   

Por Matías Comicciolli. (2012)